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Crisis en Mozambique: Medio millón de personas desplazadas luchan por encontrar vivienda, comida y agua

Quienes no han podido dejar sus pueblos llevan meses sin electricidad y aquellos que logran dejar atrás la violencia llegan a campos donde predomina el cólera.

Los equipos de Médicos Sin Fronteras (MSF) ven todos los días a cientos, algunos días a miles, de personas desesperadas, pero decididas llegar en barco, en camión y a pie a Pemba, la capital de la provincia de Cabo Delgado, y a otras localidades cercanas.

Han dejado todo atrás para seguir con vida. Todos tienen una historia terrible que contar: un marido decapitado, una esposa secuestrada, un hijo del que no tienen noticias, grupos insurgentes atacaron su aldea, incendiaron su casa, se llevaron sus escasas posesiones.

Desde el primer ataque a Mocimboa da Praia en octubre de 2017, Cabo Delgado ha sido devastado por los enfrentamientos entre el ejército de Mozambique y el grupo armado no estatal llamado Al Shabaab. En los últimos meses, parece que la violencia y las condiciones de vida están empeorando.

Esta región aparentemente bendecida, con playas de arena blanca y agua turquesa, se ha convertido en el infierno para muchos de sus habitantes. Para las personas atrapadas en el fuego cruzado, la vida cotidiana consiste en emboscadas, asesinatos, saqueos y secuestros.

Algunos pueden huir (medio millón de personas ya lo ha hecho), pero, ¿qué pasa con aquellos que no pueden salir de sus pueblos? Algunos llevan meses sin electricidad. Los edificios administrativos, las escuelas y los centros de salud llevan cerrados aún más tiempo. Un trayecto para cultivar el campo significa arriesgarse a un mal encuentro y quizás nunca regresar. Estas personas simplemente tratan de sobrevivir a una pesadilla que dura ya más de tres años.

Los trabajadores de la salud no se han librado de la violencia. En mayo, los insurgentes atacaron el centro de salud de Macomia donde trabajaba MSF. Algunos miembros de nuestro personal dormían en sus casas y corrieron con sus familias al monte. Otros estaban trabajando y tuvieron que huir sin sus familias y esconderse. Algunos de nuestros colegas permanecieron ocultos varios días y noches en el monte en la cima de una colina, desde donde vieron lo que sucedía abajo en Macomia y cómo se quemaban sus propias casas.

Algunos de ellos tardaron varios días en llegar a Pemba en muy mal estado. Los llamamos todos los días para saber cómo estaban hasta que sus teléfonos se quedaron sin batería. Tras varios días, finalmente recibimos la buena noticia de que todos habían sobrevivido.

Huir es dejarlo todo atrás, llevarse unas pocas cosas, marcharse sin saber si algún día será posible volver. También significa emprender un viaje lleno de peligros. La mayoría de las personas que huyen son mujeres y niños. Muchas de ellas caminan más de 200 kilómetros con sus pertenencias en la cabeza, un bebé colgando de la espalda, un pequeño en la mano. Pasan las noches al raso. Se esconden por temor a encontrarse con grupos de insurgentes o soldados que puedan sospechar que ellas mismas son insurgentes. Ambos grupos visten el mismo uniforme y es casi imposible distinguirlos.

Cuando es posible, la gente prefiere hacer el recorrido en autobuses informales o en camión, medios abarrotados de personas que comparten el mismo destino, junto a paquetes y animales. Otros optan por embarcarse en un barco pesquero que amenaza con hundirse en cualquier momento bajo el peso de sus numerosos pasajeros y que no los protege de los ataques, ya que los insurgentes también se mueven por el mar, viajando de isla en isla.

El 1 de noviembre pasado, Cabo Delgado fue noticia en los medios internacionales cuando según varias informaciones, 40 personas se ahogaron al chocar el sobrecargado bote en el que viajaban contra rocas y hundirse entre las islas Ibo y Matama. Otros barcos salvaron a otros 32 pasajeros.

Después de todo este sufrimiento, cuando las personas desplazadas consiguen finalmente llegar a su destino, se encuentran la mayoría de las veces una miseria absoluta. Si tienen la suerte, serán recibidos por parientes o amigos, se les darán un pequeño lugar en una casa abarrotada, donde compartirán los modestos alimentos y comodidades con sus generosos anfitriones y, a menudo, con otras dos o tres familias. Pero la mayoría de la gente no es tan afortunada.

Miles de personas están varadas en campos improvisados. Se refugian en escuelas que se llenan rápidamente y luego a su alrededor, bajo lonas de plástico o carpas abarrotadas por varias familias. Las instalaciones sanitarias son insuficientes y la falta de agua potable es dramática, las condiciones perfectas para un brote de cólera. El hacinamiento también aumenta el riesgo de transmisión de enfermedades como el sarampión y el COVID-19. La temporada de lluvias comenzó recientemente y las personas que no tienen mosquitera corren el riesgo de contraer malaria. Aquellos con enfermedades crónicas, como el VIH, no pueden obtener medicamentos.

Estas comunidades no tienen la infraestructura ni los recursos para dar cabida a la afluencia de personas desplazadas: sus campos no producen suficientes alimentos, el agua escasea y las instalaciones de salud locales están desbordadas. Hacen lo que pueden, pero las tensiones aumentan bajo esta presión. Las autoridades locales han realizado grandes esfuerzos, pero no pueden hacer frente a la catastrófica demanda. Organizaciones no gubernamentales, tanto locales como internacionales, están tratando de atender las necesidades más urgentes, pero están lejos de cubrir el alcance de la crisis.

En MSF, tenemos varios equipos médicos móviles que van a diferentes campos y realizan miles de consultas médicas, mientras que los equipos de promoción de la salud dan información. También contamos con equipos de especialistas en logística, agua y saneamiento que están construyendo letrinas en los campos y proporcionando agua potable.

Es un trabajo bueno e importante, pero es sola una gota de agua en el océano. Hay miles de personas a las que no podemos llegar. Hay una tragedia en curso delante de nuestros ojos: una afluencia incesante de personas con necesidades crecientes y una ayuda humanitaria claramente insuficiente para auxiliarlas. Las demandas son demasiado grandes y los trabajadores humanitarios, los suministros y la financiación son demasiado escasos. Hasta ahora, no se ha conseguido traer más asistencia humanitaria. ¡Las cosas tienen que cambiar y rápido!

Después de sobrevivir a una violencia inimaginable y un éxodo extremo, cientos de miles de mozambiqueños ahora deben lidiar con enfermedades y hambre y, sin embargo, parece que la comunidad internacional ha pasado por alto sus historias a raíz de la pandemia de COVID-19.

Hago un llamamiento a la comunidad internacional para que se una a MSF y reconozca la urgente crisis en Cabo Deglado, y al gobierno de Mozambique para que facilite la respuesta de las organizaciones humanitarias internacionales antes de que sea demasiado tarde.

*Por Caroline Gaudron, asesora de Operaciones de MSF en Mozambique

Esta nota es de MSF y se publica bajo una alianza editorial con El Financiero para difundir el trabajo de la institución.

Médicos Sin Fronteras fue fundada en Francia en 1971 por un grupo de médicos y periodistas. Ganaron el Premio Nobel de la Paz en 1999 por su labor humanitaria en varios continentes. MSF tiene operaciones en más de 70 países, entre ellos México, donde la oficina se estableció en 2008.

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