De acuerdo con todos los análisis realizados por los principales especialistas académicos y privados tanto nacionales como extranjeros, la economía mexicana se aproxima violentamente a una de sus peores recesiones en la historia, y, además, México será de las economías con peores resultados entre las economías de la OCDE y en la región de América Latina. Los empleos en el sector formal se pierden a razón de cientos de miles en cuestión de semanas, las empresas se cierran ante la falta de apoyo federal y ante la insuficiencia de las políticas financieras implementadas por Banxico y otras agencias no gubernamentales, la inversión privada cae como producto de una política pública carente de asertividad y que favorece el uso de energías no renovables en una visión de país enfocada en un proyecto económico más acorde a principios del siglo pasado que a 2020, el crimen ha repuntado a niveles históricos, y lo peor de todo, es que las medidas de confinamiento implementadas desde hace casi dos meses, cuyos enormes costos económicos todos padecemos, parecen incapaces de frenar la rapaz y evidente escalada en el número de casos de contagio y muerte resultado del virus SARS-Cov2, y de la enfermedad Covid-19.
La entrega pasada de esta columna analizamos la enorme incertidumbre que existe sobre la duración de la pandemia, pero también sobre la importancia del cumplimiento en las medidas de salubridad como un elemento fundamental que eviten una catástrofe en el sistema de salud al abrirse gradualmente la actividad económica.
Varios estados y municipios han relajado las medidas de confinamiento o han reabierto parcialmente sus actividades económicas minimizando la implementación efectiva de las políticas de salubridad y los resultados ya son visibles: un incremento en el número de contagios y, para el caso de Nuevo León, un dramático repunte en el número de fallecimientos siendo la pasada semana la más oscura de todo el periodo de confinamiento.
Puede la ciencia económica contestar una pregunta social como ¿por qué hay tantas personas que no se cuidan, y a quienes literalmente, le resulta irrelevante y hasta toman a broma las recomendaciones emitidas por las autoridades? O en palabras políticamente incorrectas pero simples: ¿por qué a la gente, literalmente, "le vale"?
Quiero aclarar que en este caso, no escribo sobre todas esas personas que deben romper las medidas de confinamiento porque se ven obligadas a salir de su casa a trabajar o a cumplir una labor esencial para la economía (para todos ellos mi reconocimiento, mi respeto y mi sincera admiración), sino que me refiero al comportamiento despreocupado de muchos ciudadanos que no respetan el confinamiento y quienes ya ni siquiera cumplen dos recomendaciones clave en la readaptación de nuestros hábitos sociales si es que queremos abrir la economía eventualmente: el uso de cubrebocas y el adecuado distanciamiento social.
Para empezar nuestro análisis de hoy, encuentro mucha riqueza y reflexión contenidas en un muy conocido dicho popular: "hágase justicia, en los bueyes de mi compadre". Llama la atención que esta breve pero interesante frase resume el sentir y razonar esperado de una persona ante una ley que restringe un comportamiento que pudiera resultar perjudicial a la sociedad de no regularse, regulación que es deseable y garantiza orden y bienestar, pero el cumplirlo limita el bienestar individual potencial y el beneficio individual por no cumplir puede llegar a ser superior al costo de no hacerlo.
Por ello, prácticas individuales que van desde "pasarse un alto", "estacionarse brevemente en segunda fila", o "dejar de pagar una multa" hasta las actitudes nocivas vinculadas a operaciones ilegales multimillonarias en perjuicio del erario, constituyen simplemente variaciones a un mismo problema donde la lógica de quien incumple la ley es que "la ley aplica para todos, pero no tanto para mí, después de todo, que tanto es tantito, o que mucho es un poquito más de ilegalidad".
El problema de la actual pandemia sanitaria, y en particular de la falta de adopción de las medidas de higiene básicas de salubridad por parte de tantas personas, radica en que el comportamiento individual tiene costos sociales e individuales muy altos e incluso mortales, y que el virus carece de vacuna o de siquiera de un protocolo de atención para su cura efectiva, pero la señal de credibilidad de dichas medidas ha sido muy difusa y el rigor de su implementación ha venido a menos. Mientras a nivel estatal puntualmente cada tarde el Secretario de Salud del estado, Manuel de la O, informa sobre los enormes retos del sistema estatal y las pérdidas de vidas, algunos alcaldes han decidido abrir la economía local, y muchos miembros del gabinete del gobierno federal, empezando por el mismo presidente López Obrador, muestran un enorme desprecio a los especialistas y claramente no cumplen las mismas reglas que declaran como obligatorias, como precisamente lo es el uso de cubrebocas.
¿Qué credibilidad puede tener para la gente común la importancia del cubrebocas, si el presidente y el subsecretario de salud mismos no lo usan en sus conferencias? Poca, y por conclusión lógica: la medida es "excesiva" y "una exageración", y en un razonamiento reductivista al absurdo, todo ha de ser una enorme mentira, un complot. Implicación de comportamiento: minimización de medidas precautorias en lo individual, aumento de gente en las calles, filas enormes para compra de bienes como cerveza o pizza, celebración de reuniones para festejar cuanta fecha se atraviesa. Resultados: incrementos masivos en el número de contagios y muertes que ya colocan a México como el cuarto país con más decesos en el mundo.
Si claramente soluciones que atentan contra la garantía de los derechos humanos, como los arrestos y el castigo físico implementado en países como India están fuera de orden ¿Cuál es la solución para garantizar que las medidas de salubridad sean implementadas, y que, ante la inminente apertura económica, el también inevitable costo social del incremento en contagios sea el menor posible?
La clave detrás de esta compleja solución, al menos desde la perspectiva económica, es alinear los incentivos entre el individuo y la sociedad: hacer que el individuo internalice el costo social del incumplimiento del contrato social implícito en el uso de cubrebocas y de las medidas sanitarias complementarias.
Ante el impacto ya internalizado por la sociedad a través del trabajo extenuante de informar a diario de los contagios y decesos, el cual cumple la función de provisión de información necesaria para la toma de decisiones responsables desde lo individual, las alternativas son realmente escazas.
Una opción muy costosa de implementar para una autoridad consiste en aumentar los costos individuales directos de incumplimiento, con multas y sanciones personalizadas que sean creíbles e inmediatas: no hay manera que una persona decida corregir su comportamiento sin internalizar el costo de su comportamiento. Una segunda opción es incrementar la vigilancia del seguimiento a la estrategia de salubridad en puntos clave como el uso del transporte público y las vías de uso peatonal, limitando efectivamente su uso a personas que pongan en riesgo la salud colectiva. Finalmente, la razón del confinamiento fue precisamente reducir la expansión exponencial del contagio producto del aglomeramiento en lugares comunes, por lo que la apertura paulatina de la economía local no está sujeta a discusión, pero debe ir de la mano de todas las medidas de salubridad ya mencionadas.
La realidad económica que nos espera posterior a la pandemia es aún muy distante de alcanzar, diferente a nuestra realidad cotidiana actual y radicalmente distinta a la previa al confinamiento, pero aún podemos contener el enorme costo social de vidas inocentes en que incurriríamos de no hacer lo correcto cuanto antes, empleando políticas desde lo local a lo global, alineando incentivos de lo individual a lo colectivo.
El autor es Doctor en Economía por la Universidad de Chicago. Es Profesor-Investigador de la Facultad de Economía de la UANL.
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