Monterrey

Jorge O. Moreno: El presupuesto federal y la deuda pública, algunas reflexiones

No todo ahorro fiscal es sinónimo de mejoras en la calidad administrativa, y no toda deuda pública es indeseable desde un punto de vista social y económico.

"No hay privilegio más placentero que gastar el dinero de otros". Esta frase se atribuye a John Randolph (1773-1833), político conservador quien sirvió como senador en Estados Unidos, y refleja parte medular del gran problema detrás de la percepción pública del gasto público y los niveles de deuda que tradicionalmente acompañan este fenómeno cuando no existe una estrategia fiscal adecuada que le acompañe.

En estas fechas se debate el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2020, y existen muchas interrogantes sobre su estructura y factibilidad financiera, ante la clara necesidad de eventualmente elevar los niveles de deuda pública para solventar los compromisos adquiridos dado el nulo crecimiento de la economía y la falta de una base fiscal que permita sanamente su financiamiento.

Pertenezco a una generación para quienes la deuda pública en los distintos ámbitos de gobierno es tradicionalmente asociada a un manejo irresponsable de los recursos públicos, y típicamente su crecimiento desordenado representa la antesala de una crisis económica y financiera. Esta creencia, parte del subconsciente programado en materia de economía y política pública de muchos de nosotros, ha cambiado, pero aún merece una reflexión pausada que nos permita distinguir con objetividad la naturaleza la deuda pública, particularmente considerando el estado actual de las finanzas públicas y los retos que nuestro país enfrenta en los próximos años ante las prioridades de política pública del gobierno federal.

Quisiera iniciar esta columna con un comentario puntual sobre la eficiencia en el gasto y los requerimientos de liquidez que dan origen al presupuesto del sector público: no todo ahorro fiscal es sinónimo de mejoras en la calidad administrativa, y no toda deuda pública es indeseable desde un punto de vista social y económico.

Milton Friedman, en su trabajo seminal que le valió el Premio Nobel en 1976, desarrolló la teoría del consumo fundamentada en la hipótesis del ingreso permanente. En este enfoque, el ahorro y la deuda son mecanismos financieros complementarios que permiten administrar la necesidad de liquidez de los consumidores y las empresas. Estos agentes económicos deciden realizar gastos e inversiones a lo largo de su vida, buscando el mayor beneficio de esta asignación de recursos. Así, la idea resulta atractiva y simple: durante épocas de "vacas gordas" el ahorro es deseable como un instrumento que garantiza recursos y liquidez para tiempos de "vacas flacas".

Para el caso de un gobierno, la existencia de bienes y servicios provistos a través de gasto público se justifica en términos de externalidades y fallas de información en el mercado, las cuales el mercado es incapaz de coordinar a través de los precios en mercados descentralizados. En este caso, las prioridades de política pública definen los patrones de gasto e inversión realizados por el sector público a través del tiempo. Esta planeación, en conjunto con la política tributaria y de ingresos, define las necesidades de liquidez en distintos montos y plazos, y de esta forma, los niveles de deuda necesarios para solventar las obligaciones del gobierno.

Tradicionalmente, una sana administración en la deuda pública es señal de responsabilidad financiera, la cual se traduce en mejores condiciones de crédito en montos, tasas, y plazos. Sin embargo, una administración responsable en el sector público no necesariamente es similar al manejo de una empresa privada en términos de los resultados financieros esperados con superávits y ganancias directas derivadas de los ahorros financieros.

En particular, existen inversiones públicas estratégicas con un alto rendimiento social que requieren financiamiento de largo plazo. Por ejemplo, la construcción la ampliación y rehabilitación de avenidas, o la creación de nuevos hospitales y zonas públicas, al ser proyectos altamente costosos, requieren de alternativas creativas para su potencial ejecución.

Sin embargo, la preocupación actual está vinculada al portafolio de políticas públicas implementado por el gobierno federal, ya que el replanteamiento de prioridades necesariamente implica renunciar a aquellos proyectos que, no obstante, pudieran ser buenas ideas y rentables política y socialmente, no se pueden ejecutar por una simple razón: no hay recursos suficientes, y generarlos implicaría un nuevo debate entre la eterna disyuntiva de la reforma a la miscelánea fiscal o el incremento de deuda pública.

En otras palabras, un sano manejo de las finanzas públicas ubica a la deuda pública como una herramienta para definir una estrategia promotora del desarrollo en el largo plazo, pero no como la panacea que resuelve todos los problemas financieros de los programas sociales sin estrategia de largo plazo y a costo cero para los contribuyentes.

Ante lo anterior, la recomendación sigue siendo la misma: planeación, orden, y prudencia, esperando que nuestras autoridades gubernamentales recuerden que las finanzas públicas no son la excepción a esta recomendación.

Esta es una columna de opinión. Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad únicamente de quien la firma y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.

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