Monterrey

El solsticio de invierno

Se cierra un ciclo a sabiendas que nace otro, se acaba la crianza cuando parecía infinita y permanente.

Me gusta mucho la palabra solsticio, particularmente el de invierno. Todos los años averiguo la fecha de la noche más larga del año y me gusta creer que el retiro, la introspección y lo privado es lo correcto en ese periodo. Además, evito el congestionamiento vacacional, me gusta esa semana pacífica en la ciudad, entre navidad y año nuevo todo parece entrar en pausa, excepto las personas entrañables.

Puede parecer fúnebre la imagen de la semilla que muere bajo la tierra, pero es fascinante la posibilidad que nace en la fría y oscura humedad del invierno. La transición mágica de la muerte a la vida, el cambio que resulta ser lo único constante, que siempre deja algo en el olvido para que se trace una nueva posibilidad.

Suena ilógico entristecerse cuando una hija o un hijo se va al extranjero en un proyecto de vida o cuando se mudan de casa o de ciudad. Poco se habla del vacío que queda, del llanto secreto para no empañar la alegría en sus rostros, en sus sueños, en su determinación por hacer propia su vida. Se llora poco, porque sus triunfos, sus oportunidades, sus alcances también son nuestros, se les cría para que sepan construir su felicidad. Y qué tranquilidad verlo y qué júbilo leer con ellas la carta de aceptación, la entrega del anillo de compromiso o las llaves de su nueva pequeña casa.

Más gusto es cuando nos comparten los planes, paso a paso, para el trámite de la visa, de las fianzas, de los contratos, del calendario que se construye hasta llegar a ese día en el que dejan de estar. Un calendario otoñal que conforme se va cumpliendo recupera las imágenes del pasado, de su infancia, de sus guiños infantiles, el gusto de escabullirse a la cama de mamá, el jolgorio en las albercas, la emoción de los viajes, las travesuras interceptadas, las enfermedades inventadas para faltar a la escuela, los chocolates robados, las mil veces que cantaron la canción sorpresa para el festival navideño, las obras de arte que hicieron para ganarse un lugar en el refrigerador de la casa.

Y se siente lo frío, húmedo y oscuro de su ausencia, se hace balance, se descubren los aciertos y el arrepentimiento es más profundo, quizá porque ya no hay nada más por hacer, que perdonarse. Se acaba, se cierra un ciclo a sabiendas que nace otro, se acaba la crianza cuando parecía infinita y permanente. Lo bueno es que pasa pronto, es un dolor que vale la pena, porque el siguiente solsticio, el del verano, el del día más largo del año, siempre trae las primicias de lo bueno que llega.

Esta es una columna de opinión. Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad únicamente de quien la firma y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.

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