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Niki Lauda: ese factor humano que necesita la F1

Fue el campeón de una carrera que no se midió en podios. Fue el amo de un tiempo. Una forma de velocidad de la que jamás volverá a saber el mundo.

De todo ha intentado la Fórmula 1 para incrementar sus índices de popularidad: motores más potentes, llantas más anchas, autos más ruidosos y aerodinámicos, sedes más exóticas, categorías femeniles...

Hay algo que olvidan los directivos de la Gran Carpa —coinciden en entrevista cronistas internacionales del automovilismo—: lo que hace falta no son motores con mayores avances técnicos, ni estrategias de venta más agresivas, ni más pilotos como máquinas ganadoras de títulos. Lo que hace falta son figuras que devuelvan el factor humano al relato de un deporte cada vez más dominado por la tecnología y el dinero.

Como Niki Lauda.

"Hoy los pilotos buscan títulos, pero Lauda sostenía que la victoria más grande a la que podía aspirar un piloto era salir vivo del paddock. Antes los coches no estaban preparados estructuralmente para soportar velocidades tan altas. Muchos murieron. Y ese factor fatalista provocó que las carreras fueran verdaderas hazañas en las que los pilotos necesitaban algo más que habilidades técnicas para competir", dice la escritora y experta argentina en F1, Silvia Renée Arias, quien vivió la época en que el austriaco se hizo leyenda.

La historia de Andreas Nikolaus Lauda —fallecido el pasado lunes a los 70 años en Viena— es una epopeya. Chocar en un Ferrari a toda velocidad, quemarse vivo, destrozarse el cuerpo; sobrevivir, verse al espejo desfigurado y recuperarse; volver a tomar el volante y ganar el Campeonato Mundial no es otra cosa que un acto heroico.

"¿Vale la pena arriesgar la vida por una carrera?", le preguntó un reportero cuando salió del hospital, tras ser devorado por las llamas en aquel accidente que le cambió la vida 1 de agosto de 1976 en el Circuito de Nürburgring, durante GP de Alemania. "Tan pronto como me di cuenta de que estaba vivo, pensé en volver a correr de nuevo", respondió el piloto.

Y es que hay algo que muchos han perdido de vista: Lauda no falleció por "las complicaciones derivadas de un trasplante de riñón", como se ha repetido en las notas periodísticas, sino por las consecuencias de ese choque que tuvo hace 43 años, afirma el periodista español de Motorsports y cronista de F1, Diego Mejía. "Esa batalla que libró durante años contra su propia salud, y que le permitió no sólo volver a competir, sino a vivir, dice suficiente sobre el gran héroe que fue".

Cuando de demostrar temple se trató, nadie fue mejor. No podía esperarse menos de quien estafó a su propia familia para comprarse su primer auto, un Mini Cooper con el que participó en carreras de montaña a las afueras de Viena.

Terquedad, trabajo y persuasión, dice Mejía, son las tres palabras que resumen la carrera de Lauda, a quien le gustaba hablar fuerte y claro. No por nada fue el piloto que organizó la única huelga que en la historia de la F1, en 1982, durante el GP de Sudáfrica. Al tricampeón mundial nunca le pareció que las escuderías decidieran todo por los que domingo a domingo se jugaban la vida.

Los que saben sostienen que el austriaco cambió la forma de entender el automovilismo. Fue un piloto con método en tiempos en los que conducir era una cuestión empírica. Si Senna y Schumacher contaron con programas sofisticados de entrenamiento, o si Hamilton y Vettel hoy tienen los mejores manuales para pilotar, esto se debe, en gran parte, a Niki Lauda.

Cuando al actor Daniel Brühl le tocó interpretar el papel de Niki en la película Rush (2013), se fue a convivir unos meses con gente que corrió en la década de 1970, incluido el propio Lauda. Su conclusión fue la siguiente: "no tienen nada que ver con los pilotos de hoy, los de antes eran unos salvajes".

Lauda, ese atrevimiento, obviaba el estoicismo con que siempre se condujo en el automovilismo. Una disciplina de hierro que lo hizo contrastar con su peor enemigo en las pistas: James Hunt, el seductor que presumía de haberse acostado con cinco mil mujeres y celebraba sus podios con una cerveza y un cigarro. Rivalidad que trascendió lo deportivo para llegar a lo ontológico: ¿es el deporte el hogar de los apolíneos o los dionisíacos?

Un debate que poco importa cuando los pilotos —bebedores o abstemios; organizados o caóticos— deciden poner su vida a merced de esos proyectiles con forma de ataúd que van a más de 300 kilómetros por hora.

"Si algo caracterizó a Lauda fue su disciplina. Era una persona fascinante en cuanto a su actitud mental. Un hombre con mucho coraje y determinación. Por eso le decían La Computadora. Era capaz de analizar lo que sucedía en su auto de una manera muy precisa", observa Renée Arias.

Y es que, entre tanta parafernalia publicitaria, los espectadores pierden de vista que ser piloto de Fórmula 1, en esa vocación suicida, implica tomar decisiones de vida o muerte a más de 250 km/h, perder hasta tres kilos de peso por carrera y tener la osadía de soltar el volante en caso de colisión para evitar una fractura de muñeca o un dedo mutilado.

Niki Lauda fue el campeón de una carrera que no se midió en podios. Fue el amo de un tiempo. Una forma de velocidad de la que jamás volverá a saber el mundo.

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