Culturas

Las orquestas y el problema de vender a Shostakovich

La Orquesta Sinfónica de Minería inicia su Temporada de Verano sin afectaciones gracias a su fórmula de financiamiento con la IP y la UNAM como ingredientes.

La Orquesta Sinfónica de Minería (OSM) comenzará su Temporada de Verano este sábado en un oasis.

Mientras los recortes presupuestales afectan al sector cultural en todos sus frentes, la OSM mantiene su programa sin afectaciones económicas gracias a su fórmula de financiamiento, en la que intervienen la iniciativa privada y la UNAM, asegura en entrevista con El Financiero su director artístico, Carlos Miguel Prieto.

Sabe que la austeridad presupuestal acabará por afectar a todos los ámbitos del país, pero —ataja— él prefiere abocarse a un reto no menos importante: atraer a la nuevas generaciones a las salas de concierto en un país en el que la educación musical no forma parte medular de las escuelas del nivel básico.

"La realidad es que hoy la educación musical de México corre a cargo de las orquestas, no de los colegios", afirma.

Por ello, sugiere, los programas de las orquestas deben estar balanceados. Es decir, que sí haya obras del gusto del melómano, aunque no sean tan populares, pero que también haya obras para todo público. Ese es el esfuerzo que ha hecho en la OSM, a la que dirige desde hace nueve años.

"Por eso nuestros programas tienen siempre un gancho. Pongo un ejemplo: el 13 y 14 de julio tocaremos la Sinfonía de Guerra N°. 11, de Shostakovich, un compositor que es muy difícil de vender, pero también tocaremos una mucho más amable: la Obertura Solemne 1812, de Tchaikovsky", señala.

No quiere decir, aclara, que cuando se hace un proyecto intelectual la gente no acuda, sino que todo depende de la manera en la que se implementen los programas. "Las orquestas necesitamos ser creativas si queremos tener un público más numeroso y plural".

Asegura que el año pasado los conciertos de la OSM fueron un éxito porque se tocaron las nueve sinfonías de Beethoven. Hubo 90 por ciento de asistencia en toda la temporada. "Eso siempre es un gancho", asegura. Tercera, Quinta y Novena fueron las más concurridas.

Los años en los que ha bajado la asistencia, observa, son justamente aquellos en los que se "intelectualizó" mucho la temporada, como hace tres años.

"Cuando uno está metido en esto, le dan ganas de hacer proyectos que pueden parecer intelectualmente muy atractivos y conceptuales. El problema es que el público no piensa así. El público no va a un concierto para escuchar las obras más importantes de 1913; la gente va porque quiere oír música. Nada más", dice.

La cuestión, dice Prieto, es que hay que saber vender el producto sin restar interés para el conocedor. "Si uno sobreintelectualiza la música, es más difícil conectar con el público. Se nos puede ocurrir una temporada de puras sinfonías nórdicas de Sibelius o Nielsen, y está muy bien, pero si queremos llenar salas de 2 mil personas no va a funcionar. Si fueran de 600 u 800 butacas, el reto sería diferente".

Si las orquestas quieren sobrevivir, considera, es necesario darle a la gente una razón por la cual no pueda perderse un concierto. El riesgo de esto, advierte, es que el público melómano se disguste y proteste porque siempre se tocan las mismas obras. "Pero de algo tenemos que vivir", admite. "Y la venta de boletos es una parte importante del sustento de la OSM".

El director está consciente de que es inevitable que el público de una orquesta sea tradicional. Sin embargo, se ha dado cuenta que, con el tiempo, los asistentes de antaño se mezclan con los nuevos.

"El esfuerzo por llevar gente joven a las salas sin hacer a un lado a las audiencias tradicionales lleva muchos años. Es más difícil renovar el público de lo que se cree. Para lograrlo, nosotros hacemos mucha difusión a través de redes sociales y de promoción directa con un equipo joven que comprende los medios y el lenguaje de las nuevas generaciones. Todo el año se hacen esfuerzos para realizar conciertos familiares, que siempre son llenos totales", comenta.

El truco para atraer gente distinta a la sala, sostiene, es enviar un mensaje de inclusión: dejar claro que nadie tiene que ir vestido de una manera muy elegante, que tampoco hay que saber mucho y que las entradas son 10 veces más baratas que los conciertos que se dan en el Auditorio Nacional. Restarle solemnidad es la clave.

"Pero tampoco considero aceptable banalizar la música para acercarse al público", advierte.

Un director puede sonreír, ser cortés o incluso "dar regalitos", como un movimiento corto al finalizar el concierto, dice, pero no lo es todo.

"Hay momentos para cada cosa. Porque en la música también existe la belleza de lo siniestro. No podemos sonreír cuando tocamos una obra de Shostakovich que habla sobre una matanza en el Palacio de Invierno en 1905. No hay mucho que sonreír en el hecho que desencadenó la Revolución Rusa. Nunca subestimo la capacidad del público para comprender las cosas que a veces uno tampoco comprende".

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