Culturas

La república plebeya

Sin élites suficientes para el cambio, una suerte de irrupción ordinaria marcó el arranque de la postulada Cuarta Transformación, dirigida por un presidente propenso a la centralización del poder.

Carlos Illades es historiador. Profesor titular de la UAM-Cuajimalpa. Autor de El futuro es nuestro. Historia de la izquierda en México (Océano, 2018) y de El marxismo en México. Una historia intelectual (Taurus, 2018).

El statu quo posrevolucionario se configuró con base en las políticas desarrollistas en economía, el autoritarismo en la gestión pública y el corporativismo como conexión del régimen con la sociedad. Todo esto permitió el desarrollo de una burguesía nacional ligada con el Estado, el asentamiento de una burocracia política y sindical con poderes efectivos, la habilitación de ideólogos egresados de la UNAM, generales devenidos en políticos y caciques que dominaban regiones enteras. El movimiento de 1968 fue la falla tectónica de esa dominación consentida (por las buenas o las malas) en la que el crecimiento sostenido de la economía derramaba algunos frutos hacia abajo, mientras la insolvencia financiera en el epílogo de la administración lopezportillista fue la puntilla al desarrollo estabilizador. Salvo la desafortunada frase de "Echeverría o el fascismo", poco dijeron los intelectuales en favor de los responsables de la "docena trágica". Vendría entonces el recambio de las élites o el reciclaje de algunos de sus miembros.

El distanciamiento de un segmento del empresariado con el gobierno de Luis Echeverría, motivado por el asesinato del magnate regiomontano Eugenio Garza Sada, se consumó con la nacionalización de la banca llevada a cabo por José López Portillo. Grotesca y dispendiosa, la administración del "último presidente de la Revolución" dio cabida a los tecnócratas que definirían el nuevo paradigma. La palabra modernización entró por la puerta grande al vocabulario público. Ésta, se pensaba, anclaría en la economía para posteriormente adentrarse en el sistema político, de acuerdo con la premisa liberal que considera la propiedad privada condición de la democracia, forma deliberativa que debería procesar los disensos surgidos en la concurrencia mercantil. Sintonizadas la economía y la política con el reloj de la globalización, tocaría el turno a otros tópicos de la realidad nacional. Pero esto simplemente no sucedió, tanto por las inconsistencias intrínsecas del proyecto, los intereses a veces incompatibles de quienes lo llevaron a cabo, como porque la incursión en la globalización desanudó fuerzas no previstas por la tentativa modernizadora. Con la guerra interna las políticas de seguridad restaron atención a los renglones pendientes o, para ser más exactos, robustecieron la colonización del capital de nuevos dominios permitida por las políticas neoextractivistas. Y la necropolítica resultó en amplias zonas del país más adecuada para distribuir el poder que una democracia cara y poco más que nominal.

La tecnocracia —formada en las universidades privadas y con posgrado en algún campus de la Ivy League— operó el proyecto modernizador, ya que la empresa en su conjunto amalgamó a empresarios, políticos, medios de comunicación e intelectuales. Asimismo, el crimen organizado se incorporó como elemento constitutivo del nuevo bloque en el poder formado a partir de la privatización de las empresas estatales, la desregulación económica y los mercados globales (incluido el de las drogas). Los doctores relevaron a los licenciados en la gestión tecnocrática. El Estado achicó la noción de lo público, desincorporó empresas y dejó a la iniciativa privada nichos económicos considerados anteriormente estratégicos; también desatendió algunas de las responsabilidades básicas que tenía con la población porque sus deberes fundamentales eran ahora con el mercado. Las grandes instituciones sociales de alcance nacional, creadas por el régimen posrevolucionario, quedaron como reliquias en el inventario público que las sustituyó con "programas". La élite neoliberal, guardiana de las instituciones según leemos, no construyó ninguna entidad pública en materia social equivalente a la del periodo de la revolución institucionalizada; ni siquiera tuvo cuidado en seleccionar a los compañeros del viaje modernizador, a juzgar por la incorporación del crimen a los circuitos económicos y financieros, no obstante el discurso sobre el Estado de derecho que adereza sus acciones.

Amenazadas por el descontento social detonado por el ajuste estructural de la administración de Miguel de la Madrid, las élites modernizadoras aseguraron la continuidad de su proyecto mediante un fraude electoral, las mismas que ahora se rasgan las vestiduras con la revocación de mandato puesta en la mesa por Morena. No hubo argumento legal, ni digamos lógico, que valiera para revertir esa decisión inobjetable "en bien del país", en el entendido que el país eran ellos. El establishment intelectual avaló con malos argumentos o el silencio el atropello del Leviathan mexicano que ahora tanto le asusta. Y el presidente de la alternancia, conocido no por sus ideas sino por la corona que fabricó con las boletas electorales quemadas, hoy se arrodilla obsecuentemente ante el "gran presidente que fue para México" Carlos Salinas de Gortari.

La modernización neoliberal fue excluyente, dejó fuera a medio país y a regiones enteras en donde en términos prácticos el Estado desapareció cediendo al crimen, o compartiendo con él, el control del territorio, el monopolio de la violencia y la fiscalidad, funciones sustantivas del Estado moderno. La alternancia democrática se dio en un contexto de guerra interna, lo que coartó los derechos políticos de la población en las regiones dominadas por el crimen, y revitalizó los cacicazgos en cuanto forma de intermediación entre las clases populares y el ente estatal. La presencia criminal y la empresa neoextractivista —acicateada por las leyes permisivas en materia de recursos naturales de la primera batería de reformas estructurales— violentaron el entorno y la vida cotidiana de los pueblos originarios, sometidos históricamente por los colonizadores y el Estado nacional, y en el neoliberalismo, por el crimen y el capital. Masas de excluidos se convirtieron en el ejército de reserva de la economía criminal, emigraron o intentaron aferrarse a los raquíticos apoyos públicos.

Las élites que dirigieron esta modernización coja sufrieron el descrédito no por no entregar el país que prometieron (de Primer Mundo), sino por redondear el ciclo neoliberal con la corrupción, incompetencia e irresponsabilidad de la última administración priista, lo cual no exime a los otros gobiernos de la alternancia de su responsabilidad en el desastre. La clase política ocupada en los negocios. Los dueños del dinero lucrando con el Estado. Y los intelectuales sometidos dócilmente al poder económico. Esto, podemos decir, condujo a la crisis del liderazgo nacional que cobró factura el 1 de julio. Una crisis además de política, moral. El cráter que abrió en el sistema la arrolladora victoria de López Obrador, dejando los extremos del espectro político prácticamente deshabitados, es directamente proporcional a la magnitud de esta crisis. Como en los 80, la situación obligaba a un recambio de las élites, pero, a diferencia de aquel decenio, las élites emergentes eran muy pequeñas o inexistentes, dado que la izquierda no había gobernado a escala federal y porque el venero de la intelectualidad de izquierda representado por el comunismo casi estaba seco.

Acostumbrada a la lectura, cosmopolita en algunas de sus corrientes y forjada en el activismo social, la izquierda comunista formó cuadros que solía robarle el PRI. Diluida en la confederación tribal que fue el PRD, aquélla perdió terreno en la dirección partidaria hegemonizada desde un principio por los ex priistas bien curtidos en "la política a la mexicana", como la llamaba José Revueltas. Si la migración de la vieja izquierda fue hacia el PRI, el perredismo se nutrió de los desprendimientos del partido oficial, motivados más por el despecho que por la esperanza. En cuanto partido de masas, el Sol Azteca no hizo a la universidad pública la única fuente de cooptación, mientras la laxitud en el reclutamiento abatió la calidad de la militancia partidaria: la izquierda se volvió antiintelectual. Quedó atrás esa relación orgánica del comunismo con la cultura que enriqueció el siglo XX.

Morena se construyó a ras de piso con cuadros de la vieja izquierda y una base amplia y disímbola reclutada en barrios, comunidades y centros de trabajo. La lucha, más que el estudio, fue la escuela política de sus militantes, básicamente de extracción popular o procedentes de la clase media menos favorecida. Denostadas por las élites blanqueadas, golpeadas por la derrota, resentidas con quienes siempre se salían con la suya, las bases morenistas adquirieron el temple y disciplina indispensables para asaltar el poder cuando flaquearon sus adversarios. Sin embargo, no estaban preparadas para gobernar, pocos lo habían hecho, más allá de la obvia preferencia de López Obrador por los leales en desmedro de los competentes. Su inexperiencia y falta de credenciales técnicas son notorias, más en las áreas estratégicas que requiere personal altamente calificado. La sofisticación de algunos campos de la administración central, de los organismos descentralizados o de las empresas paraestatales —en materia jurídica, tecnológica, financiera o científica— frente a la debilidad, numérica y de calificación, de la intelligentsia de la izquierda, complicaron el relevo gubernamental. La contundente victoria electoral generó expectativas muy altas acerca de la capacidad de gestión del nuevo gobierno, carente de los cuadros suficientes y habilitados para cubrir los huecos que dejó en la administración pública la reducción de salarios de la alta burocracia. Sin élites (al menos suficientes) para el recambio, una suerte de irrupción plebeya marcó el arranque de la postulada Cuarta Transformación.

Es cierto que, entre los compromisos con los aliados o las conversiones súbitas hacia la izquierda, se colocaron en el equipo de López Obrador algunos funcionarios experimentados (y cuestionables), pero esto no desmiente la afirmación de que no hay élites, o son débiles e insuficientes, para ocupar las posiciones de las que van de salida. Esto, además de centralizar todavía más la gestión en un presidente propenso de suyo a ello, plantea un reto mayúsculo tanto al sexenio en curso como a la eventual continuidad de la Cuarta Transformación. Por lo pronto, los empresarios parecen dispuestos a jugar con sus reglas en el contexto del nacionalismo económico que postula el nuevo gobierno. En cuanto a la renovación de las élites, una posibilidad sería, de la misma manera que en la posrevolución, la formación de grupos dirigentes emergentes sobre la marcha, en el ejercicio de la administración o de la práctica parlamentaria; dada la continuidad en el ejercicio del poder por varios periodos, éstos acabarán por aprender. Otra más consistiría en promover lo que Antonio Gramsci conceptualizó como transformismo, esto es, la cooptación de los intelectuales subalternos por parte de las clases dominantes, nada más que a la inversa. Cosa asequible pues, como hemos visto, existe un mercado intelectual. La tercera posibilidad residiría en que, con la debacle de los partidos tradicionales, aparezcan constelaciones políticas inéditas y mediante este tránsito se reconstituyan las élites. Que suceda alguna de estas cosas, o algunas otras en el mismo sentido, hará que la Cuarta Transformación no sea flor de un día. Pero eso, como toda historia, está por verse.

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