Culturas

Este artista creyó que el arte podía sanar al mundo

Sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial, Joseph Beuys no sólo encontró el poder sanador del arte, también se internó en la política y el activismo social.

El artista viste un traje de fieltro. El rostro embardurnado con una mezcla de miel y polvo de oro. Lleva en brazos una liebre. Una liebre muerta.

Joseph Beuys le toma la cabeza al animal. Le mueve las patas. El pequeño cuerpo obedece sus mandatos. Juntos exploran los cuadros que hay sobre la pared mientras el hombre susurra algo en las largas orejas, que luego toma con los dientes. Descienden al suelo. La acción chamánica logra su efecto: la liebre anda. La liebre vive. Vive en las manos del artista.

Cómo explicar cuadros a una liebre muerta congeló por tres horas las miradas en aquella galería de Düsseldorf el 11 de noviembre de 1965. El desconcierto provocado por la pieza era precisamente el interés de su autor: la desestabilización de la normalidad. La animación del cuerpo inerte como revelación de la potencia alquímica y transformadora del arte: una fuerza vital que trasciende la razón.

"El arte por sí mismo hace la vida posible", dijo Beuys en una ocasión -y con ello se desplazó del territorio conceptual de Marcel Duchamp-.

Algo de esa muerte animada por la voluntad del artista habitaba a Joseph Beuys. Uno de los últimos hombres que creyó que el arte podía cambiar al mundo. Que podía sanarlo como lo sanaba a él. Lo habitaba el coraje. Y la necesidad de cura. Lo habitaba la herida profundísima de la guerra. Aquella Segunda Guerra que lo enfrentó al abismo de la muerte, su propia muerte, y la de un mundo, la Alemania de su infancia y de su juventud, que transitó en el servicio de las huestes hitlerianas.

Joseph Beuys nació en Krefeld en una fecha capicúa: el 12 de mayo de 1921. Hijo único de un matrimonio católico, su padre esperaba que siguiera sus pasos de empresario en el negocio familiar y así se asegurase un futuro. Pero el forraje y las harinas que Josef Jakob producía en la fábrica que estableció en 1930 sólo sirvieron para que el chico encontrara allí materias primas para armar pequeñas exposiciones con los insectos y plantas que coleccionaba. Su primer laboratorio, que luego extendió a cualquier territorio de la vida humana.

Dotado para el dibujo y la acuarela -un poco menos para el violonchelo y el piano-, el joven Joseph abrazó formalmente la creación artística en la Academia Estatal de Arte de Düsseldorf, donde entre 1947 y 1952 se adiestró en la plástica. Fue también uno de sus más respetados profesores desde el aula de escultura. Hasta que lo expulsaron en 1972, cuando aceptó en su clase a 400 aspirantes que habían quedado fuera de la matrícula.

"Mi historia personal sólo resulta de interés en la medida en que he intentado hacer de mí mismo una herramienta", dijo en una entrevista recuperada en el video Who is Joseph Beuys?, de National Galleries of Scotland.

Su historia personal cobró particular importancia a partir del 16 de marzo de 1943, cuando el Junkers 87 de la Luftwaffe que piloteaba fue alcanzado por el fuego enemigo ruso.

"Pensé: tenemos que saltar", recuerda el héroe de guerra en el documental Beuys (2017), de Andres Veiel.

Nunca saltaron. La aeronave se estrelló en medio de una tormenta de nieve, en Crimea. "Esa tierra de nadie entre los frentes de Alemania y Rusia", en palabras de Beuys.

De su compañero no encontraron nada reconocible, excepto por algunos restos de huesos regados por ahí.

Casi congelado, la cara ligeramente deformada, al igual que el cráneo -que cubrió desde entonces con su icónico sombrero-, a Beuys lo rescató de los escombros un grupo nómada de tártaros que cubrió su cuerpo con una gruesa capa de grasa y lo envolvió en fieltro para devolverle el calor.

Grasa y fieltro. Esos materiales se convirtieron en leit motif dentro de la obra que produjo en los años subsiguientes, aún tras sobreponerse a la terrible depresión que en 1955 terminó por privarlo de voluntad para salir a la calle, bañarse o vestir ropa alguna.

El hombre del sombrero cubrió entonces todo lo que pudo con fieltro: el interior de los espacios de exhibición; a sí mismo; el piano y el violonchelo de su infancia, que presentó enmudecidos, envueltos en aquella tela protectora sobre la que cosió una cruz roja: ¿el poder sanador del arte?

Escultor social

Cuando Beuys arribó al aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York para presentar su primer performance en Estados Unidos, en 1974, el oficial de migración le preguntó por su ocupación.

"Soy escultor", contestó el visitante. "Un escultor social".

Acababa de describir un aspecto central de su "concepto expandido de arte", que llevó la práctica artística fuera de sus territorios habituales, a la política y el activismo social. Esculpía estructuras en la sociedad utilizando el lenguaje, el pensamiento y acción.

Era en cierto sentido un seguidor de Picasso: "El arte no está ahí para decorar la casa, sino es un arma contra el enemigo. La pregunta es quién es el enemigo". La subversión estética del pintor español –autor de la frase y a quien Beuys dedicó un homenaje- está en el corazón del ánimo provocador -y también utópico- de un artífice del futuro, que apostó hasta su última fibra a la generación de otro mundo posible -aunque poco probable-, a partir de la creatividad como fuerza revolucionaria: "Todo hombre es un artista", era su máxima.

"Si quedara claro que todo empieza con la idea de la libertad y la creatividad, y la gente pudiera desarrollar sus habilidades con independencia de la influencia del Estado, entonces yo volvería a pensar que soy un artista", dijo en una ocasión.

Beuys creía en la posibilidad de trascender las infranqueables limitaciones de la bipolaridad capitalismo-socialismo, pero sólo en virtud de su concepto expandido de arte, que consideraba a la sociedad como un cuerpo "plástico". Esa plasticidad -explicaba- era puesta de manifiesto en algunas de sus piezas objetuales y de instalación mediante la grasa con que redondeaba las formas duras, angulares y predefinidas de las sillas o de las esquinas de museos y galerías.

En aquel viaje a Nueva York, Beuys, quien asumía su cuerpo como una herramienta de comunicación, presentó I like America and America likes me. La acción comenzó al descender del avión. Sus pies jamás pisaron suelo americano durante su estancia. Totalmente envuelto en fieltro, fue llevado a una ambulancia que lo dejó en la galería René Block, donde fue encerrado en un salón durante tres días, con un nativo americano: un coyote. Vivo.

En este acto, otra vez, chamánico, el ritual entre el hombre y el animal se desplegó como un símbolo de reconciliación entre cultura y naturaleza, y una expresión de repudio a la política belicista estadounidense.

En 1980, Beuys llegó a ser candidato en las elecciones parlamentarias por el Partido Verde en la RFA. Decepcionado del partido, seis años después formaba un antipartido, proyecto que absorbió todo su tiempo, al grado de agendar reuniones a las 4 de la madrugada. En ello dejó el cuerpo. Su herramienta. Murió a los 64 años de un paro cardíaco en Düsseldorf.

"Hay que desgastarse", sostenía. "Malo sería estar entero y que te avisen que te llegó la hora. A la muerte hay que llegar desgastado".

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