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El cautiverio de un periodista en Ucrania

Un reportero cuenta su historia, tras ser secuestrado por rebeldes al este de Ucrania, en una zona en la cual la prensa no es bienvenida.

En el este de Ucrania, basta un mensaje de texto para convertir a alguien en un enemigo. En mi caso, lo recibió mi padre. "Anoche hablé con Borodai", decía, haciendo referencia a una entrevista que le hice a un líder rebelde.

"Así que eres amiguito de Borodai", concluyó el hombre camuflado que leyó mi Nokia. Su compañero me apuntó al estómago con un Kalashnikov. "Aquí tenemos a un combatiente ruso que dice que es periodista", le dijo a alguien en ruso.

Eso pasó el 25 de julio a las 15:00 horas. Volvía de Donetsk hacia mi casa, en Rusia, cuando una inspección de rutina en un puesto de control del ejército ucraniano cerca del pueblo de Starobesheve derivó en problemas. Vieron mi pasaporte ruso y mi tarjeta de prensa, me hicieron bajar y entregar mis pertenencias. Traté de esconder el BlackBerry. Luego encontraron videos de conferencias de prensa de separatistas en mi iPad. Mi culpabilidad, cualquiera fuera, estaba demostrada.

Logré susurrarle a mi chofer un contacto en Moscú antes de que me vendaran los ojos y me hicieran caminar cinco pasos hasta un SUV Hyundai que había visto llegar con hombres enmascarados en su interior. "Será mejor que te calles y te concentres en no mojarte los pantalones", dijo uno de los hombres enmascarados –conté tres voces- mientras nos dirigíamos hacia un lugar desconocido ubicado a unos 40 minutos por un accidentado camino rural.

Siendo un moscovita de 31 años, recordé las muchas experiencias que había tenido con la policía rusa en mi adolescencia. Esperaba un interrogatorio del tipo "policía bueno, policía malo", un uso moderado de la fuerza y un meticuloso análisis de mis recuerdos de Donetsk, que controlan los rebeldes.

Pensaba que aún llegaría a tiempo de abordar mi vuelo de las 21:15. A medida que conocía a mis captores, empecé a pensar que podrían llegar a retenerme durante días, aunque más no fuera porque el caos reinante impediría que se me encontrara.

DOS GOLPES

Seguía con los ojos vendados, sentado en el pasto en un lugar que sonaba como un campamento militar. A mi alrededor, soldados bromeaban y me insultaban. "Ustedes, los rusos, son todos cerdos", dijo uno. "Me encantaría dispararte".

Eso me hizo recordar una broma rusa sobre la Segunda Guerra Mundial. Me reí. Me golpeó dos veces en la cabeza. No dolió mucho. Pensé que era un buen indicio.

El interrogatorio no fue lo que esperaba. No preguntaron sobre posiciones rebeldes, la seguridad de los líderes separatistas ni nada que pudiera interesarle a la inteligencia militar.

Manifestaban una y otra vez sus opiniones y me hacían callar cuando contestaba. Me hacían preguntas que no podía responder. ¿Cuántos rusos apoyan a los rebeldes? ¿Por qué matan niños? ¿Por qué tuvieron que morir los pasajeros del vuelo de Malaysian Airlines? ¿Qué quiere Vladimir Putin? ¿En verdad parecemos fascistas?

Duró una hora o más. Me alegré cuando me llevaron nuevamente al auto. El chofer explicó que nos dirigíamos a destruir un lanzacohetes Grad separatista que estaba montado en un camión en un pueblo cercano. "Ahora verás cómo pelea el ejército ucraniano", dijo.

El "Grad" resultó ser una cosechadora de granos. Me quitaron la venda de los ojos y vi un campo de centeno.

PEQUEÑOS EMPRESARIOS

"Deberías alegrarte de estar con nosotros y no con los de la unidad 39", me dijo Dmitry, el chofer y comandante del grupo. "Siempre están borrachos, de modo que probablemente te habrían matado a golpes primero y habrían pensado después".

Dmitry, Ruslan y Pavel, mis captores, eran pequeños empresarios antes del conflicto, según me dijeron. Sus compañías tenían ventas mensuales de unas 300.000 hryvnias (U$S25.000). Viajaban a Alemania para la Oktoberfest y organizaban fiestas los fines de semana en casas de vacaciones. Dmitry era un especialista en generadores eólicos y me recomendó que no comprara uno para mi casa de fin de semana.

Los tres odiaban todo lo que no fuera la naturaleza. Odiaban las protestas de Euromaidán por desencadenar el conflicto, odiaban a los estadounidenses y los europeos por apoyarlo, odiaban al presidente ucraniano depuesto Viktor Yanukovich y, por supuesto, odiaban a Putin, a los periodistas y a los rusos.

"Rusos y ucranianos no volverán a ser hermanos mientras Putin viva", dijo Pavel, que parecía mayor que sus amigos.

CAMPOS DE CENTENO

Ruslan miraba otro campo sembrado. "¿Sabes que hay enormes campos de centeno entre Ucrania y Rusia, campos que atraviesan la frontera, donde nada indica a qué país pertenecen?" preguntó en pensativo.

"Conozco un pueblo donde hay una casa que está de nuestro lado pero tiene el baño del lado ruso", dijo Pavel.

Me llevaron luego a Novoazovsk, un puesto de control fronterizo que planeaba dejar atrás siete horas antes. Ruslan recibió un llamado de su padre. "Todo bien, papá". "Nada en especial. Estoy con unos amigos".

Ordenaron a los guardias fronterizos que me dejaran pasar. Me dejaron sus direcciones de correo electrónico por si quería mantenerme en contacto.

Ya del lado ruso, el Servicio de Seguridad Federal me interrogó durante una hora. Conté brevemente mi historia y un oficial joven me preguntó si podían examinar mis pertenencias. Se sorprendió cuando me negué.

Al abandonar el puesto de control vi un campo de centeno. Estaba demasiado oscuro para ver si atravesaba la frontera.

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