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¿Por qué el mundo entero tiene puesto los ojos en las elecciones de Brasil?

Lula, que aventaja a Bolsonaro en los sondeos, promete proteger el clima y revertir las políticas que han destruido el Amazonas. También tendrá que combatir el hambre.

Los lindes de la selva amazónica en los estados septentrionales de Brasil no escapan a la publicidad electoral. Al pasar por Pará o Rondônia verás espectaculares del presidente Jair Bolsonaro, quien se postula para la reelección el 2 de octubre.

Las vallas publicitarias de Bolsonaro, ubicadas en campos de soja recién arados y en los bordes de extensos ranchos ganaderos, lo ensalzan como un patriota y cristiano que representa a los quem produz, los que producen. No se preocupan por el subtexto cuando comparan al actual presidente con su oponente, el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva. Lula, dicen los carteles, quiere restringir el acceso a las armas, liberar a los criminales y subir los impuestos para su agenda izquierdista.

Las elecciones brasileñas rara vez son noticia en el extranjero. El país de 215 millones de habitantes tiene el tamaño de un continente, es la mayor economía de América Latina, precursor de tendencias culturales y el mayor exportador de muchos de los productos básicos más comercializados del mundo, como café, jugo de naranja, carne de res y soja.

Sin embargo, ha sido relativamente estable durante décadas y nunca jugó un papel importante en los enfrentamientos entre las superpotencias o incluso en la política mundial en general. Este año es diferente. Bolsonaro y Lula son personajes de trascendencia con historias problemáticas y un reconocimiento global casi comparable al de Donald Trump y Hugo Chávez, y esta contienda tiene implicaciones para casi todas las criaturas de la Tierra.

Los sondeos pronostican una victoria de Lula, tal vez no en la primera vuelta, pero casi segura en una segunda vuelta el 30 de octubre. Su victoria fortalecería el giro a la izquierda en Latinoamérica (allí están Perú, Chile, Colombia, Argentina y México), que socava los esfuerzos de Washington para aislar a Cuba, Venezuela y Nicaragua a través de sanciones al tiempo que aumenta las oportunidades para la inversión y la influencia chinas. Pero esas vallas publicitarias en los márgenes del Amazonas ilustran la principal razón por la que esta elección es tan importante en el extranjero.

Más del 40 por ciento de Brasil está cubierto de selva tropical. Es el país con más biodiversidad y bosques del planeta, el hogar de un ecosistema que almacena más carbono sobre el suelo que cualquier otro. Si la destrucción de esa cubierta forestal continúa al ritmo actual, transformando ese ecosistema en explotaciones agropecuarias, Brasil agravará drásticamente el calentamiento global, con consecuencias desastrosas.


“Durante este gobierno definitivamente hemos visto que la tendencia de destrucción se ha acelerado”, dice Elena Shevliakova, quien crea modelos climáticos para la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos. “Cuanto antes se detenga esta tendencia, mejor, si se quiere tener alguna posibilidad de recuperar los bosques”.

Pero para muchos brasileños, sobre todo los 23 millones que viven en la Amazonia y sus alrededores, el cambio climático es un problema teórico, o como mucho uno para el futuro, y la madera y la tierra cultivable de la selva tropical representan salvavidas financieros.

Si esto les suena familiar a los habitantes de otros países, Bolsonaro estaría de acuerdo. Su mensaje para los países ricos: Ustedes alcanzaron prosperidad talando sus bosques, ahora es el turno de Brasil. Desde que asumió la presidencia en 2019, ha protegido y promovido los derechos de los ganaderos y agricultores que talan árboles para producir ganado y cultivos que se venden en todo el mundo. La deforestación del Amazonas, con una tendencia al alza durante años, alcanzó un récord en la primera mitad de 2022.

Lula promete que como presidente reduciría la tala y fomentaría la protección ambiental. “Aunque la Amazonia es territorio soberano de Brasil, la riqueza que produce, la biodiversidad, debe ser aprovechada por todos los habitantes del planeta Tierra”, dijo durante una reciente visita a la región. De hecho, la mayor presión para detener la quema de la Amazonia viene del extranjero.

Noruega, que en 2019 se unió a Alemania para protestar por las políticas de Bolsonaro al suspender los pagos al Fondo Amazonia (una iniciativa internacional dedicada a la conservación), dice que reanudará sus aportaciones si cambia la política gubernamental.

Lula también es muy consciente de la atención que presta el capital extranjero a todo lo relacionado con los objetivos ambientales, sociales y de gobernanza. Las empresas brasileñas, especialmente los productores de commodities, a menudo negocian con descuento debido en parte a la reputación del país como pésimo administrador ambiental.

“Lula está incorporando temas ambientales en su plataforma como nunca lo había hecho en campaña anteriores”, comenta Christopher Garman, director para las Américas de Eurasia Group. “Se aferra a eso para transmitirle al sector privado que aquí hay oportunidades. Si abordas bien ese problema, Brasil podría beneficiarse de un ciclo de inversiones”.

Bolsonaro ha desmantelado las instancias gubernamentales responsables de vigilar el cumplimiento de las normas ambientales y ha eliminado las protecciones legales de varios tipos de territorios indígenas, incluidos los que están bajo estudio y en espera de reconocimiento legal. En junio, luego de que el periodista británico Dom Phillips y el activista Bruno Pereira desaparecieran en el Amazonas mientras investigaban actividades ilegales en tierras indígenas, Bolsonaro declaró que los dos hombres no fueron precavidos y no deberían haber estado en la zona para empezar. Solo después de la presión de gobiernos extranjeros y defensores ambientales y de la prensa, ordenó recuperar sus cuerpos y arrestar al menos a tres hombres supuestamente vinculados a un grupo de pescadores furtivos.

Si Bolsonaro gana, la deforestación y la extracción ilegal de oro se expandirán. Lula, por otro lado, parece decidido a frenar la quema forestal y ganarse la confianza de los inversores en el extranjero. Entre las medidas que podría tomar: incrementar la vigilancia regulatoria, restablecer las protecciones para las tierras indígenas y crear áreas de conservación.

No será fácil. Las regiones alrededor del Amazonas están aisladas y llenas de grupos violentos. Y lo que es más importante, es poco probable que Lula se enfrente a la agroindustria. Así lo señaló cuando arrancó su campaña a fines de julio, enviando a su compañero de fórmula Geraldo Alckmin para calmar a ganaderos y agricultores.

En los últimos tres años la agricultura aumentó su participación en el PIB brasileño del 20 al 28 por ciento en una economía que asciende a 1.7 billones de dólares, según la Universidad de São Paulo. Los legisladores que apoyan la agroindustria controlan casi la mitad de los escaños del Congreso. Lula fue presidente de 2003 a 2010, una época de aumentos explosivos en los precios de las materias primas. Bajo su administración, Brasil aprovechó el auge para alcanzar el estatus de grado inversión. Su moneda, el real, se apreció más que cualquier otra moneda importante, duplicando con creces su valor frente al dólar estadounidense. Lula usó esos recursos para financiar ambiciosos programas de vivienda, educación y bienestar social que ayudaron a sacar de la pobreza a decenas de millones de personas.

Lula apela a los recuerdos de esa época dorada en un intento por estelarizar uno de los regresos políticos más notables. Hace tres años estuvo en prisión por su participación en un escándalo de corrupción que sumió a la nación en una profunda recesión. Su sentencia fue anulada, lo que le permitió volver a la política.

El exmandatario también entiende que aun cuando el mundo quiere salvar la selva tropical, no es una prioridad para los brasileños, que han visto cómo su nivel de vida se ve erosionado por la inflación y la disminución de los servicios públicos. Los precios de las materias primas han vuelto a subir, engrosando los bolsillos de los grandes productores al tiempo que encarecen la vida de millones de ciudadanos comunes.

Desde el inicio de la pandemia, el hambre se ha convertido en un serio problema. El precio de los frijoles, un alimento básico en el país, ha subido 23 por ciento. El pollo ha subido un 18 por ciento en una nación que es la principal exportadora. Según una investigación del centro Fundação Getulio Vargas, la proporción de familias que carecían de dinero para alimentos en algún momento del año precedente aumentó del 30 por ciento en 2019 al 36 por ciento en 2021, el porcentaje más alto desde que se comenzó a aplicar la encuesta en 2006. Otro estudio concluyó que 33 millones de brasileños pasan hambre actualmente, un nivel récord en tres décadas. Ahora es común en Río de Janeiro o São Paulo ver familias mendigando o hurgando en la basura de los restaurantes.

La nostalgia por tiempos mejores es parte del discurso de Lula. “La gente tiene derecho a hacerse una carne a la parrilla”, dijo al Jornal Nacional, el principal programa de noticias del país. Sus seguidores dicen lo mismo. “Con Lula, nuestros estómagos estaban llenos”, indica Quiteria Ana da Silva, mujer de 41 años residente en un barrio pobre en la periferia de la ciudad costera de Recife. Últimamente, acude a un comedor comunitario por arroz y pollo para su familia. “Si no fuera por donaciones como estas, no sé cómo nos las arreglaríamos”, dice.

Durante sus dos mandatos, Lula creó miles de asentamientos para la agricultura familiar como parte de su plataforma antipobreza. Su gobierno desencadenó el ciclo desastroso de apropiación de tierras y deforestación del Amazonas cuando perdonó a las personas que habían ocupado ranchos y granjas deforestadas durante años. Bolsonaro ha acelerado la entrega de escrituras de esas propiedades, alimentando la fiebre por la tierra. Pero es el apoyo de Lula a los grupos de redistribución de la tierra como el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra, conocido por sus siglas en portugués MST, lo que está detrás de esas virulentas vallas publicitarias esparcidas por los estados amazónicos.

A través de acuerdos gubernamentales durante dos décadas, cientos de miles de familias obtuvieron pequeñas parcelas para trabajar. Pero el MST a menudo seleccionaba, con motivaciones políticas, qué tierra redistribuir. Los conflictos sangrientos entre grandes hacendados y pequeños productores fueron la norma durante los años de Lula. João Pedro Stédile, líder del MST, dijo en una entrevista al sitio de noticias Brasil de Fato que su grupo se prepara para “grandes movilizaciones” si gana Lula.

Antonio Capitani es un activista del MST y simpatizante de Lula en el sur de Brasil cuya familia cultiva granos y verduras y cría ganado lechero y pollos en una pequeña granja. Consumen la mitad de lo que producen y venden el resto a escuelas y a una cooperativa local. “Nuestra gente tiene abundancia de alimentos, este es el proyecto que necesita Brasil”, dice Capitani mientras camina por su parcela, cargando un morral con una imagen del Che Guevara.

Los grandes terratenientes, por el contrario, se preparan para el conflicto. En el estado amazónico de Pará, Carlos Magno Campos dice que lo perdió todo en 2007 cuando el MST le quitó su tierra. Para él, Lula es un criminal; Bolsonaro, un héroe. “Las grandes fincas son las que sostienen a Brasil”, dice. “¿Por qué la gente de países donde todos caminan sobre cemento y viven entre cemento, sentados en sus sofás de lujo, por qué esa gente dice que tenemos que preservar todo este bosque sin compensación?” Bajo Bolsonaro, el MST ha perdido sus colmillos. Bolsonaro ha protegido los derechos sobre la tierra de los grandes productores y ha ampliado sus derechos para portar y usar armas de fuego.

A pesar de su apoyo a los hacendados, Bolsonaro ha tratado de enmarcar su campaña como una batalla contra las personas a las que llama enemigos de los brasileños “comunes”. Junto con los defensores del clima, su lista de enemigos incluye a homosexuales, ateos, legisladores, jueces, figuras de los medios y académicos. Durante el pico de la pandemia, cuando cientos de miles de brasileños murieron a causa del Covid, Bolsonaro se negó a vacunarse e intentó vetar un proyecto de ley sobre el uso obligatorio de mascarillas. Al igual que el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, también ha culpado de su posible derrota al fraude, cuestionando al sistema electoral.

Si las elecciones son reñidas, los partidarios de Bolsonaro (60 por ciento de ellos convencidos de que hay una gran posibilidad de fraude el 2 de octubre), podrían salir a las calles alegando que hubo amaño, advierte Maurício Santoro, politólogo de la Universidad Estatal de Rio de Janeiro. La violencia política ha aumentado, con decenas de políticos asesinados solo este año. Algunos expertos predicen que Bolsonaro intentará un golpe de Estado, pero la mayoría lo descarta como improbable, señalando que las instituciones judiciales y militares han ganado solidez e independencia desde que terminó la dictadura militar en 1985.

Lula, por otro lado, nunca ha gobernado tan radicalmente como podría sugerir su retórica. Durante sus primeros años en el cargo, mantuvo las políticas económicas ortodoxas de su predecesor para apaciguar a los mercados, y era bien visto por Wall Street cuando todos los inversionistas hablaban sobre los BRIC, el bloque conformado por Brasil, Rusia, India y China. A diferencia de Bolsonaro, Lula ve con claridad el inmenso valor de proteger la Amazonia, pero es posible que no pueda hacer las cosas de manera muy diferente si los precios, la desigualdad y la violencia siguen aumentando.

Hasta ahora, los otros interesados en el resultado de las elecciones, es decir, el resto del mundo, no han prestado mucha atención a estos problemas. Carlos Veras, diputado del Partido de los Trabajadores y cercano a Lula, asistió el año pasado a la COP26, la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático en Glasgow. Él dice que su electorado en Pernambuco, un estado semiárido azotado por la sequía, se ha visto afectado por la destrucción de la selva tropical pero tiene problemas igualmente urgentes. Los asistentes con los que habló en la COP26 “se centraron en la quema agrícola, pero les dije que tenemos otras cosas que son enormemente preocupantes: el hambre y el asalto a la democracia”, cuenta. “Solo unos pocos tenían idea de lo que estaba hablando”.

Con la colaboración de Daniel Carvalho

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