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La selva amazónica se acerca a un punto crítico

La selva de Brasil desaparece a un ritmo acelerado entre conflictos por la tierra y quemas; Bolsonaro intenta apagar la crisis sin mucho éxito.

En abril, los legisladores del estado brasileño de Rondônia se reunieron para una votación precipitada. Pocos lugares del planeta habían sido más afectados por la Covid-19 que Porto Velho, la capital de concreto erigida en la selva amazónica. Pero esa tarde lluviosa, mientras la ciudad estaba confinada, los legisladores sintieron que no podían esperar más.

Debían aprobar un proyecto de ley que reduciría el tamaño de una reserva forestal conocida como Jaci-Paraná y de otro parque más. Antes, la Reserva Extractiva Jaci-Paraná era una vasta extensión de arroyos sinuosos y arboledas de caoba y castaño; hoy es un área de pastizales y cientos de ranchos donde se alimentan 120 mil cabezas de ganado. Los ranchos son ilegales, pero la nueva ley cambiaría eso. Los propietarios ya no tendrían que ocultar el origen de su ganado para venderlo a los grandes productores de carne. Más importante aún: los invasores de esas tierras podrían tener el título legal para acreditar la propiedad. Casi la mitad de los legisladores estatales son ganaderos o fueron electos con dinero de la agroindustria.

Siempre habían querido hacer borrón y cuenta nueva para su electorado rural: ahora tenían el apoyo de lo más alto, hasta el palacio presidencial en Brasilia. En esos mismos días, el presidente Jair Bolsonaro apareció en una cumbre climática para defender el compromiso de Brasil con la Amazonia. Durante dos años, Donald Trump y Bolsonaro mantuvieron buenas relaciones mientras el segundo desmantelaba las protecciones de la selva tropical. El presidente Joe Biden no le dio el mismo trato. El plan de los legisladores podía fracasar si Biden recurría a la presión internacional.

“Escuchen bien”, les dijo a sus colegas Ezequiel Neiva, ganadero y diputado. “Esta es una de nuestras últimas oportunidades de votar”. El proyecto de ley fue aprobado por unanimidad. El coronel Marcos Rocha, gobernador de Rondônia y uno de los más acérrimos aliados de Bolsonaro, promulgó la ley el 20 de mayo (aunque está siendo impugnada en los tribunales). Jaci-Paraná fue reducida en un 89%: sólo quedó una franja a lo largo de su borde occidental. La otra reserva estatal mencionada en la ley, Guajará-Mirim, perdió 50 mil hectáreas.

Dos días después de la aprobación de la ley de Rondônia, Bolsonaro elogió el trabajo de Brasil en la protección de la Amazonia, durante la Cumbre de Líderes sobre el Clima. También lamentó la que llamó “la paradoja amazónica”: la selva tropical es uno de los mayores recursos naturales del mundo, tanto en las materias primas que contiene como en su función de producir oxígeno y limpiar el aire del mundo, pero las 24 millones de personas que viven en ella son pobres.

“El valor de la selva debe ser reconocido”, pidió Bolsonaro. “Debe haber un pago justo por los servicios ambientales que dan nuestros biomas al planeta en general”. El mensaje para el mundo fue claro: páguennos para dejar en paz al Amazonas o Brasil encontrará su propia manera de hacer dinero. Existe evidencia de que el gobierno ya lo está haciendo. Una revisión de miles de documentos públicos y decenas de entrevistas con fiscales, guardias forestales y cercanos a Bolsonaro muestran que el gobierno de Brasil quiere abrir la Amazonia a la privatización y el desarrollo. Primero, haciendo la vista gorda cuando las tierras protegidas sean invadidas y deforestadas. Y luego, mediante el indulto sistemático a los responsables, otorgándoles el título legal de las tierras robadas.

Bolsonaro no inventó la práctica. Tiene sus raíces en la Constitución de 1988. Dos presidentes antes de Bolsonaro introdujeron cambios que amnistiaron a unas 25 mil personas que habían ocupado ilegalmente propiedades públicas. Pero Bolsonaro y su gabinete quieren acelerar el proceso como nunca antes al facilitar que los grandes ganaderos también se beneficien. “Toda esa tierra que ha sido desmontada en el Amazonas, la ley lo permitió”, asegura Luiz Antônio Nabhan Garcia, el zar de la política agraria de Bolsonaro.

Garcia también es ganadero. Él y el mandatario alcanzaron la mayoría de edad durante la década de 1970, cuando la dictadura consideró que convertir las extensiones vírgenes del Amazonas en ciudades, granjas y minas era fundamental para la seguridad nacional. La dictadura, que duró hasta 1985, construyó bases militares, centrales eléctricas y carreteras a lo largo de la selva. Esos proyectos de infraestructura impulsaron lo que se conoce como “el milagro brasileño”, un periodo de crecimiento económico anual del 10% que todavía algunos consideran la era dorada de la nación. Pero fueron días muy oscuros para la selva tropical. Millones de personas emigraron tierra adentro desde ciudades costeras, destruyendo los bosques para construir haciendas y centros industriales.

En 40 años, el Amazonas ha perdido un área tan grande como California debido a la deforestación; algunos científicos sugieren que ahora está cerca de un punto crítico y se transformará de una selva a una sabana. Liberará gases de efecto invernadero a la atmósfera en lugar de capturarlos, y los llamados “ríos voladores”, flujos de humedad en el aire que traen lluvia al continente, se secarán. Hasta 10 mil especies pueden estar en riesgo de extinguirse.

Bolsonaro ha revivido la idea de hace medio siglo de que el desarrollo de la Amazonia y la prosperidad brasileña van de la mano. Su gabinete piensa similar. Jaci-Paraná es el último ejemplo de la realización de esos pensamientos. União Bandeirantes, ubicado al este de Jaci-Paraná, es un punto polvoriento de una comunidad agrícola. Hace 20 años, no existía. Hoy es una especie de modelo para los posibles invasores y grileiros (las personas que se apropian indebidamente de tierras) en Rondônia.

Edmo Ferreira Pinto, de 49 años, se jacta de haber sido artífice de esa transformación y cuenta cómo él y sus amigos se abrieron camino a través de la selva y se repartieron la tierras que no eran suyas. Se imagina a sí mismo como un Robin Hood moderno que robó al Estado para dárselo a los pobres.

La familia de Ferreira y otras dos viajaron en un camión hasta Rondônia. El gobierno había prometido parcelas y prosperidad a cualquiera que estuviera dispuesto a viajar. El Amazonas era “una tierra sin hombres para hombres sin tierra”, rezaba la publicidad gubernamental. Millones respondieron al llamado para colonizar el “infierno verde”, y la población de Rondônia aumentó de unas 115 mil personas, en 1970, a más de un millón 100 mil, en 1990. Detrás del boom estaba el Instituto Nacional de Colonización y Reforma Agraria (INCRA), una agencia gubernamental creada por el régimen militar para acelerar la revolución industrial de Brasil.

Una vez en Rondônia, la familia se mudó con un tío que había hecho el mismo viaje una década antes. El tío había sido recompensado con tierras, pero cuando llegó Ferreira Pinto, todo había cambiado.

Después de que la dictadura militar dio paso a la democracia, el INCRA recibió una nueva misión. En lugar de colonizar el Amazonas con fábricas, la agencia tuvo la encomienda de recuperar lo que aún no se había desarrollado, dividirlo en pequeños lotes y entregarlo a los pobres de Brasil para la agricultura de subsistencia. Al final, todo fue un fracaso: estallaron conflictos por la tierra y el INCRA se quedó sin apoyo de los militares.

Una década después de su llegada, los padres de Ferreira Pinto se dirigieron a un asentamiento del INCRA en una finca que había sido cedida a un conglomerado y luego confiscada cuando la empresa no logró urbanizar la tierra. Ferreira Pinto miró a la gente que llevaba años en el asentamiento: aún vivían en chozas con techo de lona sin agua ni electricidad mientras esperaban que el Instituto les dijera cuál era su terreno.

El 3 de diciembre de 1999, que los lugareños todavía recuerdan como una especie de Día de la Independencia, Ferreira Pinto y tres autobuses llenos de personas condujeron se asentaron al borde de la selva. Comenzaron a cortar caminos y a derribar árboles. Les tomó un año atravesar la selva tropical hasta el lugar que, hoy, es el corazón de União Bandeirantes.

Ferreira Pinto fue arrestado dos veces por invasión, pero nunca fue acusado de ningún delito. Estima que su grupo asentó a cerca de mil 800 familias. La ley vigente permite que cualquiera que haya urbanizado tierras antes de 2009 solicite amnistía. La población de União Bandeirantes apostó. Y ganó.

El Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables (IBAMA) sabe todo sobre la deforestación, pero no hace mucho para detenerla. Un estudio de InfoAmazonia encontró que, entre 1980 y 2019, el IBAMA emitió multas por 14 mil millones de dólares, ajustados a la inflación, pero recaudó solo el 3.3% del total. Es la pobreza la que realmente impulsa los llamados para desarrollar la selva, tanto de izquierda como de derecha. El 30% de los brasileños vive en la pobreza y el 13% sobrevive con menos de 2 dólares diarios, según el Banco Mundial. En el norte del país, donde está la selva tropical, la pobreza es grave: el agua potable, el saneamiento y la electricidad son lujos. Casi un tercio de la población es analfabeta funcional. La pandemia se convirtió en un elemento más en una larga lista de flagelos que incluyen la malaria, el dengue y el zika.

El auge de las materias primas a mediados de los 2000 trajo una ola de prosperidad que pocos brasileños habían conocido. Carlos Rangel da Silva se adentra en el Parque Nacional Pacaás Novos, en el centro de Rondônia. De repente se detiene y saca el machete. Los ocho policías armados y los tres guardaparques que lo acompañan se quedan quietos, esperando su señal. Señala un parche de hierba ligeramente pisoteado y, más lejos, un rastro tenue sobre la tierra roja. “Una motocicleta”, dice. “Podría ser alguien que busque madera”. El guardabosques principal se acerca para comprobarlo. Los rifles de todos están listos.

No es nada, pero Rangel no baja la guardia: les informaron que los invasores de tierras se estaban concentrando para otro asalto a Pacaás Novos, un parque nacional que alberga un impresionante cañón, acantilados imponentes y cascadas.

La reserva coincide con el territorio de los Uru-Eu-Wau-Wau, una tribu indígena que no hizo contacto con el mundo exterior hasta 1980; de hecho, aún mantiene su distancia. El hecho de que este lugar sea una reserva para pueblos indígenas le da a la zona dos niveles de protección bajo la ley brasileña. “Pero eso no significa mucho, sobre todo en estos días”, admite Rangel. Hace unos años, Rangel descubrió un plan para reclamar 60 mil hectáreas de parque. Estaba encabezado por el ganadero Stable Queiroz, sus dos hermanos y una abuela de 92 años llamada Victoria Pando de Souza, según una denuncia penal presentada en un tribunal federal. A la familia de Pando se le habían otorgado permisos para extraer caucho en el parque en 1917, y ahora argumentaba que esos documentos les daban el derecho a comprar y vender la tierra.

Los funcionarios federales que monitorean las imágenes satelitales en Brasilia alertaron a Rangel. Un leñador con una motosierra puede cortar más de dos hectáreas al día. Y Queiroz tenía todo un equipo. El peligro era real. Rangel reunió algunas patrullas que se ofrecieron como voluntarios para ganar 180 reales adicionales al día. Las patrullas tardaban 12 horas en llegar hasta donde operaban los madereros ilegales. Una vez que llegaban, los talabosques huían fácilmente. Un día, después de que Rangel y su equipo lograron arrestar a alguien, Queiroz y unas 30 personas más los emboscaron en el camino de regreso a Campo Novo.

La denuncia contra Queiroz y sus asociados se presentó en octubre de 2019. Negaron las acusaciones y salieron de la cárcel en primavera, antes de su juicio, cuando el gobierno vació las prisiones a causa de la pandemia. Bajo el sol intenso, varios vigilantes con radios se refugian en dos chozas. Una cuerda que cuelga entre ambas forma una puerta improvisada al Bosque Nacional Jacundá, una reserva de 220 mil hectáreas que se ha convertido en un punto crítico en la guerra por la tierra. Ahí está Terra Prometida, un campamento donde viven 200 familias. Es imposible saber quién está detrás de la deforestación de Brasil. Muchos dirían que el brasileño de a pie que anhela la tierra, pero eso no explica la magnitud del fenómeno. “La gente que deforesta no tiene los medios económicos para pagar el tipo de operaciones que hacen: alguien los está financiando”, advierte la exfiscal estatal Aidee Maria Moser Torquato Luiz, quien intentó por 20 años detener el robo de tierras en Jaci-Paraná antes de darse por vencida y dejar el Amazonas.

En el centro del fraude está el deficiente sistema de gestión de tierras que el INCRA dejó en la caótica transición de la dictadura a la democracia. “Existe una gran discrepancia entre la realidad y nuestra documentación”, asegura Tatiana de Noronha Versiani Ribeiro, la fiscal federal principal en el caso Queiroz. “Las bandas criminales descubrieron cómo extraer la documentación y explotar la confusión”. Primero, revisan los registros públicos en busca de lagunas, como los permisos de extracción de caucho de hace un siglo de Queiroz. Luego, con documentación falsa, reclutan a familias desesperadas y las convencen de que la tierra está disponible. Los transportan en autobús a reservas remotas y les prometen suministros y la comida.

Las apropiaciones ilegales siempre son impugnadas en los tribunales, pero permanecen en el limbo legal durante años. Para entonces, los campamentos ya se convirtieron en aldeas y se vuelve más complicado desalojar a cientos de familias con niños. Mientras tanto, los artífices del plan arrasan con la madera del bosque. Cuando terminan, pasan a su próximo objetivo.

Muchas de las familias no pueden sobrevivir por sí mismas y abandonan la tierra por la que lucharon. O la venden barata a los grandes agricultores y productores. Los habitantes de Terra Prometida planean dividir la selva en parcelas de 20 hectáreas para granjas familiares y dicen que tienen todo el derecho a estar allí. Frente al campamento, hay señales de árboles talados y parches de tierra quemada.

Las imágenes de satélite compiladas por Global Forest Watch muestran deforestación por doquier. Fernanda Santana vive ahí, y reconoce que la selva está siendo despojada de sus maderas, pero dice que los colonos no son los responsables. “Hay un gran aserradero cerca”, dice. “Nos están utilizando como excusa”. Nabhan Garcia, el secretario de asuntos de la tierra de Bolsonaro, asistió en junio a una comida para ganaderos en Ji-Paraná, Rondônia, donde lo recibió una multitud con vítores.

Entre la multitud había políticos, ejecutivos mineros y ganaderos que han incursionado en la energía solar y la construcción. En una de las sociedades más desiguales del mundo: estos son los hombres que han triunfado, que han construido imperios. Algunos se jactan de tener decenas de miles de hectáreas, lo cual es posible solo si fueron otorgadas durante la dictadura, rediseñadas con pequeñas granjas fallidas o abandonadas.

Estos son los hombres que Bolsonaro quiere impulsar. Bajo la legislación que presentó el presidente en 2019 y que ahora se abre camino en el Congreso, los agricultores a escala industrial pueden, por primera vez, participar en el ‘lavado’ legal de tierras y obtener títulos limpios para terrenos públicos que originalmente estaban destinados a asentamientos o reservas.

En conjunto, son 16 millones de hectáreas adicionales de tierras amazónicas que pronto podrían ser escrituradas. Sin embargo, el cambio más peligroso, según Raoni Rajão, experto en políticas ambientales de la Universidad de Minas Gerais, es que el gobierno quiere que sea un proceso sin verificación. Se basarán sólo en imágenes de satélite. “A los invasores les beneficia que INCRA no haga su trabajo”, asegura Rajão. “Se convierte en un incentivo para seguir robando tierras”.

Como secretario de Asuntos de la Tierra, Garcia busca apoyos para el proyecto de ley. Un elemento central del argumento en favor de la propiedad privada es que los dueños tendrán el incentivo de hacer cumplir el código forestal de Brasil. La ley requiere que los propietarios preserven el 80% de sus tierras; el resto puede ser deforestado. Garcia y sus patrocinadores ganaderos hacen distinciones cuando hablan de quién usurpa las tierras. Hay una gran diferencia, dicen, entre los agricultores y ganaderos que se mudan a tierras públicas, y los radicales de izquierda que apuntan a la propiedad privada, ya sea con título o sin él. Garcia fue incluido en una investigación de 2005 en el Congreso de Brasil por presuntos vínculos con milicias que perseguían a ocupantes ilegales en São Paulo. Él niega las acusaciones, pero defiende el uso de la fuerza.

Unas 167 mil solicitudes de títulos están en espera de una decisión del INCRA. Una vez que aprueba el título, el propietario prácticamente se lo compra al gobierno federal. En un municipio del estado de Pará, por ejemplo, una hectárea del INCRA cuesta 46 reales; en el mercado vale 100 veces más.

Alrededor de 200 políticos en la Amazonia han presentado trámites para títulos de propiedad de tierras públicas. Lo que sí es seguro es que la destrucción se acelera. En los últimos años, Bolsonaro puso al Ministerio de Agricultura a cargo de la agencia reguladora medioambiental. Recortó los presupuestos para el combate de incendios, revirtió los planes para proteger tierras indígenas y propuso abrirlas a la minería.

Aproximadamente, 10 mil 500 kilómetros cuadrados de selva tropical fueron destruidos en los primeros seis meses de 2021, de modo que la cifra rebasará la pérdida registrada en 2020, la más alta en 11 años. El Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales de Brasil señaló que las zonas del Amazonas más dañadas por incendios se han convertido en emisoras netas de carbono, lo que contribuye al cambio climático en lugar de mitigarlo.

Itamar Lopes Manoel camina por un bosque que aún se mantiene en pie en Jaci-Paraná. Compró un terreno de 100 hectáreas en 2005 por mil 200 reales a un hombre que no tenía ningún derecho sobre esa tierra. Fue un trato sellado con un apretón de manos. No tenía idea de que era una reserva estatal cuando llegó. Pero nadie le dijo que se fuera. Ha limpiado un pequeño prado, donde deja que las vacas de su vecino pasten por 25 reales por cabeza al mes, pero su atención se centra en el denso bosque que tiene por delante. “Aquí es donde comienzan mis sueños”, dice Manoel. El globierno de Brasil quiere ayudar a gente como él. Pero no ha tenido éxito.

Artículo fue elaborado con el apoyo de la Red de Investigaciones de la Selva Tropical del Centro Pulitzer.

Este texto es parte del especial de la revista Bloomberg Businessweek México ‘¿El cártel del aguacate mató al rey de las mariposas?’. Consulta aquí la edición fast de este número.



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