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Luis Suárez da percha a un Barcelona tozudo más que bello

En el clásico de ayer, ninguno de los contendientes a la Liga logró cumplir con la sentencia básica del juego. La falta de pericia en el orden, en la construcción del lenguaje, fue más notable en el Madrid que en el Barcelona, aunque éste tampoco "vendió piñas".

El futbol es un deporte sencillo: se trata de pasar y recibir. Ahí su grandeza. En el clásico de ayer, ninguno de los contendientes a la Liga logró cumplir con la sentencia básica del juego. La falta de pericia en el orden, en la construcción del lenguaje, fue más notable en el Madrid que en el Barcelona, aunque éste tampoco "vendió piñas". El equipo blaugrana logró, pese a todo, imponerse en una batalla de imperfecciones y sinsabores que, eventualmente, define el campeonato.

No fue una noche espléndida. En absoluto. El Barsa pasaba por malos ratos cuando cayó su primer gol, en el minuto 19, a cargo de Mathieu con un contundente reamate de cabeza a un balón artístico de Messi, en un tiro de castigo. El tanto distraía la atención de las averías en el cuadro de Luis Enrique; desarticulado, ensimismado y hasta burdo, el local perdió contacto con el garbo que había mostrado en las recientes fechas de la tempodada. El Madrid, en cambio, parecía dueño de las circuntancias, dispuesto incluso a la altanería con tres jugadores en punta y con un Marcelo entusiasta y muy suyo.

A la media hora de juego, el Barsa parecía una facha. Neymar interpretaba su propio papel en su propia obra. Ajeno a la camaradería, el basileño falló ante el arco de Casillas un remate de educación básica. Sin la pelota el equipo asemeja un desplante; una errata en movimiento. Cristiano llevó las palabras a los hechos en el minuto 31, justo después de la falla del sudamericano. El 1-1 daba a entender lo que sucedía en el césped: los conjuntos ofrecían un pleito de ocurrencias, de miedos y de inseguridades, con más ímpetus que gallardías.

El Barsa aclamaba para que el primer tiempo llegara a su epílogo. Los blancos cumplían con lo elemental: conectaban pases, cerraban espacios y militaban al borde del área rival. Pocas veces, desde que revolucionó este deporte, el club blaugrana fue puesto en entredicho con tanta contundencia. Soplaba un viento tenso en Barcino.

De vuelta a la cancha, el Madrid llevaba la inercia del cierre del primer capítulo. Benzema, portaestandarte del empuje y la enjundia, hizo gala de su categórica presencia sobre una zaga local confundida en exceso. Así pasaron diez minutos. Messi era una sombra que esperaba el acecho.

El asedio blanco, a veces destinado, siempre al borde del reglamento, fue tan intenso como estéril. De una falla al ataque, de un descuido, surgió uno de los goles más bellos de este curso. Alves hizo volar el esférico para que Suárez ventilara su enorme técnica y sus grandes recursos como goleador. Después de controlar la bola, se dio tiempo para darle un efecto de billar y mandarla al lado contrario del arco de Casillas. El acto fue una evocación a los grandes días del catalanismo. Un recuerdo convertido en bellísimo presente. Suárez, cuya currícula pasa por la correccional, volvió a salvar al Barsa del pasmo y le inyectó el ánimo suficiente para salvar el resto de la discusión.

El Madrid, de pronto, fue tan escaleno como lo había sido su rival. Sin idea, perturbado, intentó apoyarse en un Cristiano alejado de todo. Benzema lo intentó todo. Todo. El empate pudo llegar en un remate accidentado que detuvo magistralmente Bravo. El Barsa se adueña de su destino: la liga. Al Madrid le queda la envidia.

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