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La carnicería de la guerra y el niño héroe

Con la autorización de ediciones Siruela, publicamos un fragmento de la última aventura narrativa de Dario Fo: 'El campeón prohibido'.

Estamos en 1917. En toda Europa las naciones se están masacrando las unas a las otras con inaudita ferocidad. Alemania ha invadido Bélgica y Flandes, y como contrapartida Francia ha conquistado en África todas las colonias de los alemanes. Después de tres años de enfrentamientos, el 1 de agosto de 1917 el papa Benedicto XV hace llegar desde Roma a todos los beligerantes una carta realmente conmovedora. Estos son algunos fragmentos:

Hacia el ocaso del primer año de guerra, nos dirigimos a las naciones en guerra las más vivas exhortaciones e indicábamos además el camino a seguir para alcanzar una paz estable y honorable para todos.
Lamentablemente, nuestro llamamiento no fue escuchado, y la guerra prosiguió, encarnizada, durante dos años más, con todos sus horrores; al contrario, se hizo más cruel y se extendió por tierra, mar y hasta en los aires; y hemos visto abatirse la desolación y la muerte sobre ciudades indefensas, sobre tranquilas aldeas, sobre sus poblaciones inocentes. Y ahora nadie puede imaginar cuánto se multiplicarán y se agravarán los males comunes, si (...) el mundo civilizado acaba reducido, pues, a un campo de muerte. (...) Europa, tan gloriosa y floreciente, como arrastrada por una locura universal, corre hacia el abismo y va a entregarse a su propio suicidio.

La admonición del pontífice es realmente extraordinaria, pero no tendrá efecto, al contrario, no se considerará la mucha razón que tenían sus palabras y acabarán por lo tanto en una papelera. El caso es que hemos de preguntarnos quién demostró ser más razonable, el pontífice o los gobernantes que dos años más tarde se presentaron en París para la Conferencia de Paz poniendo sobre la mesa de los acuerdos un balance desolador en términos de víctimas: 20 millones de muertos entre civiles y militares. Y nosotros, los italianos, contribuimos ampliamente a la carnicería con más de 600 mil caídos.

Los hechos que determinaron el final del conflicto explotaron un año antes, a saber, en 1918, cuando el ejército alemán, definitivamente exhausto, se convenció de que ya no había nada que hacer.

Pero el golpe definitivo a las esperanzas alemanas lo dieron los marineros de los mayores barcos de guerra de la Entente cuando, en el momento de levar anclas del puerto de Wilhelmshaven para lanzar el ataque final, deciden amotinarse, bloqueando las operaciones de ataque. Las tropas de la Marina rebeldes son arrestadas en masa y conducidas desde allí a prisión. Los obreros se manifiestan inmediatamente en defensa de los detenidos y estalla la revolución: el káiser se ve obligado a abdicar y al cabo de unos días se proclama la República de Weimar. La guerra ha terminado, pero los soldados que regresan a sus ciudades y pueblos sólo encuentran para darles la bienvenida a una inmensa legión de desesperados, con la rodilla hincada a causa del hambre y de la falta de perspectivas.

Estamos en la primavera de 1919, la madre de Johann y dos de sus hermanas se preparan para ir al día siguiente a Wunstorf, donde participarán en el mercado más grande del mes. Van a vender labores de encaje y pañuelos de seda bordados, producción de casa Trollmann. Johann se ofrece a acompañarlas.

-No, no hace falta, cariño -lo tranquiliza la madre-, son cosas de mujeres, y además, nunca se ha visto en los mercados mujeres acompañadas de muchachos.

-Verás -insiste Johann-, estamos pasando un momento difícil y peligroso. Ayer me enteré de que un matón ha atacado a una mujer, la tiró al suelo para robarle el bolso y, dado que ella se defendía, la emprendió a patadas.

Al final el muchacho convence a toda la familia. Y ahí lo tenemos al amanecer abriendo camino cargando en la cabeza una cesta con parte de las mercancías. La pequeña ciudad a la que hay que llegar no está lejos y hay mucha gente recorriendo la carretera. En el camino se encuentran con un nutrido grupo de marineros liberados de las cárceles. La gente los festeja con gran alborozo, en especial unos obreros que con pancartas en las manos se manifiestan contra el cierre de su fábrica. Llegamos a Wunstorf, se percatan de que, afortunadamente, el lugar donde se ha instalado el mercado está justo a las puertas de la ciudad. Hay muchos tenderetes y bastante gente. Mamá Friederike escoge un lugar para instalarse y ofrecer sus bordados, pero por desgracia, como suele decirse, no parece ser un buen día. Algunos se detienen a preguntar por el precio de los encajes, pero luego se van sin hacer una contraoferta siquiera. Tal vez no sea el lugar adecuado, mejor buscar otro sitio.

Por el camino compran arroz y pan e incluso galletas. Más tarde, al llegar a la zona de verduleros, compran cebollas, ajos, zanahorias y patatas. Como no tiene suficiente dinero, su madre ofrece a los fruteros algunos encajes. Y mientras tanto se van acercando los clientes con la intención de comprar piezas de ganchillo. Las chicas hunden las manos en sus amplias faldas, de las que extraen bolsitas llenas de bordados. No tardan en darse cuenta las tres mujeres de que lo han vendido todo, y el chico dice con satisfacción:

-¡Veis como trae buena suerte dejar que os acompañe un varón!
Hay un quisoco que ofrece distintas bebidas donde también puede uno sentarse. Johann y las tres jubilosas mujeres toman asiento y piden una bebida de café, del bueno.

Con el dinero que han ganado, a las hermanas de Johann les gustaría comprarse baratijas e incluso un par de zapatos cada una. Pero su madre ataja la idea:

-No, queridas mías, llevémonos a casa lo que hemos ganado y guardémoslo. ¡Venga! ¡Vámonos!– Ni que decir tiene que la autoridad de la madre era firme e indiscutible.

Ha pasado el mediodía y el mercado se está vaciando. Johann, con su cesta repleta de verduras, y las tres mujeres se encaminan hacia Hannover. La gente con la que se topan va disminuyendo gradualmente hasta que, en un determinado momento, los cuatro viajeros se encuentran solos. Y he aquí que aparecen de repente cuatro extraños salidos de las lindes de un bosque y atacan a la madre. Las dos hijas y Johann no tienen tiempo para reaccionar, ya que inmediatamente las derriban al suelo. El chico se levanta de un salto y, soltando su cesta con verduras, se lanza con determinación increíble contra el mayor de los agresores, evidentemente el jefe, y le lanza un puñetazo terrible en plena cara, derribándolo al suelo. Después, con una media vuelta repentina, se lanza contra otro de los ladrones y con una patada en el bajo vientre lo derriba en un instante. A continuación, pasa el tercero: dos puñetazos, uno tras otro, y ese también queda liquidado. El cuarto entonces echa a correr como una liebre.

Desde la gran casa que hay enfrente, mientras tanto, se ha asomado toda una familia, que ha asistido a la increíble reacción del chico, y uno de ellos comenta:

-¡Nunca había visto un espectáculo como ese, parecía una representación de payasos! ¡A los tres los ha tumbado al suelo ese chiquillo!

La familia le aplaude:

-¡Bien hecho!

Las hermanas abrazan a Johann:

-¡Menuda fuerza que tienes! ¡Eres nuestro caballero! ¡Parecías David contra cuatro Goliats!

Llega más gente del extremo de la carretera:

-Nos hemos topado con cuatro tipos de mala catadura que huían por los prados, ¿qué ha pasado?

Y es así como toda la familia empieza a contar la historia del niño héroe. Una vez más, todos vuelven a aplaudir y felicitan a las hermanas y a la madre. Con orgullo, las chicas responden:

-¡Para él es lo normal, ganó la medalla de plata en el campeonato regional de boxeo!

Desde el final de la guerra hasta 1929 se suceden las pugnas entre los movimientos obreros y los grupos reaccionarios, entre los que sobresale el Partido Nazi. Así, Johann aprende a conocer, a través de los carteles pegados en las paredes de la ciudad, los rostros de los protagonistas más destacados de esa lucha. En esos carteles aparece también la cara de una mujer: Rosa Luxemburgo. Leyendo los letreros, Johann se entera de que esa señora es la jefa de un movimiento revolucionario de izquierdas y que incluso ha estado en la cárcel. También se entera de la existencia de Karl Liebknecht, uno de los dirigentes del movimiento separatista.

Su curiosidad es gratificada con una imagen apasionante como poco. Preguntando a su profesor de Historia, descubre que Espartaco era un antiguo gladiador con la fuerza de un gigante que combatía en las arenas de Roma, un luchador invencible que, en determinado momento, se puso a gritar a sus adversarios: "¡Carne de matadero! ¡Somos una masa de tarados! Estamos aquí en este circo masacrándonos los unos a los otros para entretener a nuestros amos los romanos... ¿pero es que somos unos auténticos idiotas o qué? A partir de ahora, juro por mi dignidad que no levantaré mi espada para atacar a otro esclavo como yo. ¡Quien quiera vivir como hombre libre que tome sus cosas, incluyendo lanzas, escudos y espadas, y me siga!".

-¡Qué hermoso!- dice Johann-. Aunque los romanos acabarán matando a todos esos espartaquistas, clavándolos en cruces. Pues bien, si puedo, si tengo la oportunidad, yo también quiero ser espartaquista.

Y diciendo eso, arranca el retrato imaginario de Espartaco y, ya que está, también el de Rosa Luxemburgo. A partir de ese momento, en la pared de detrás de su cama estarán estos dos personajes, sus héroes.

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