Hace poco se generó una discusión en una prestigiosa universidad americana entre dos profesores. Uno de ellos era ingeniero y el otro, musicólogo.
El primero afirmó que en las organizaciones cada vez eran más importantes las habilidades "soft" (blandas), y el término generó una reacción casi colérica en el profesor de humanidades, quien afirmó vehementemente que las llamadas "habilidades soft" eran en realidad mucho más "hard"(duras) de lo que se cree.
Para comprender la evolución de estos términos debemos remontarnos a los inicios de la enseñanza de gestión, en el contexto americano de finales de los años 50. El enorme desarrollo industrial de la posguerra había dado lugar a una nueva profesión, la de mánager o directivo.
Este rol surgía directamente de la práctica, de la necesidad de introducir supervisores con capacidades cada vez más sofisticadas que controlaran las funciones de la empresa, desde las operaciones hasta las ventas y, por fin, la estrategia para dar respuesta a las dinámicas del mercado.
MÁS ALLÁ DEL CONOCIMIENTO
El técnico terminaba sus estudios y la práctica lo convertía en directivo. ¿Sería posible formar estos perfiles desde la universidad? ¿Cómo dotar de prestigio "científico" a la profesión de gestor? Sobre la base de esta reflexión, las primeras escuelas de management plantearon una formación vinculada a disciplinas cuantitativas, "duras": economía, matemáticas y psicología conductista.
Rápidamente, la gestión "científica" se quedó muy pequeña para abordar la complejidad de los problemas que abordan los mánagers.
El papel de las personas y la importancia de las interacciones sociales requieren que el directivo complemente sus conocimientos puramente de negocio con otro tipo de habilidades: empatía, comunicación, autoconocimiento, influencia, entre otras.