Miel y Coles

Víctor Roura, fin de un ciclo


 
El periodismo cultural, por supuesto, absorbe, o debería absorber, todos los géneros posibles de la prensa: ahí están la crónica, pero también el apunte informativo (e informal); la entrevista, pero también la conversación literaria (y los debates); el reportaje, pero también los conocimientos del lenguaje (y su urdimbre); el ensayo, pero también la visión poética. Si no está incorporada la poesía en los trasuntos periodísticos, este oficio está en peligro de caer en los lugares comunes, en las siniestras muletillas, en los goznes de la maquinaria jubiladora de la escritura. (O concretarse en la connotación roja del amarillismo, donde lo único que resalta es el sensacionalismo de las imágenes verbales: como en el futbol, que a falta de un idioma razonado los comentaristas lo suplen con gritos.)
 
Y hacerlo, el periodismo cultural, para una o dos personas, y si se suman más qué bueno. ¿Por qué todo tiene que ser masivo para ser aceptable, o aceptado? Franz Kafka escribió para sí mismo, y hoy es un escritor universal. Siempre he pensado que es más honesto ser un periodista que no busca la masividad que uno que desea ser amplificadamente reconocido. Hay quienes se dicen periodistas, pero en realidad son oficialistas oficiantes (y ésta no es una redundancia, aunque lo parezca) de la información.
 
El periodista, el buen periodista, trabaja para sí mismo (tratando de explicarse el mundo, tratando de definirlo, de hurgarlo, de sacudirlo, de exponerlo), porque no se quiere mentir. Y, para ello, su arma son las palabras y las -sus- lecturas, de allí que acortarlas -o cortarlas- puede ser considerado, según el afectado, o un crimen o una bendición. Para mí, por ejemplo, es una redundancia decir "larga lectura". Los demás periodistas trabajan incluso mintiéndose. Y no les importa. Finalmente, su credencial -y su credo, cual fuere- de periodistas los avala como tales, y con eso se exhiben, orondos, en el mundo.
 
Sí: es doloroso ser periodista, porque se está en medio de la verdad y de la mentira.
 
O abre una puerta o la otra, o ambas, o ninguna.
 
Y con este breve texto (como breve es la vida, como breve es el amor, como breve es la amistad, como breve es la pasión) me despido de la jefatura de esta sección cultural, que fundé hace exactamente un cuarto de siglo. Porque se aproximan nuevos tiempos para ella -y para el periódico, en general-, sobre todo en estas estrategias de convergencia tecnológica y en la incorporación (reproducción) de formatos reduccionistas convencionales, con los cuales disiento (y he mantenido mi punto de vista abiertamente sobre ello frente a la dirección de este diario) y en los cuales yo no tengo ya cabida: lo mío es el largo aliento periodístico, pero tampoco voy a obstruir, de ninguna manera, el proyecto de mi amigo Enrique Quintana.
 
Con los años se envejece, pero uno no quiere darse cuenta, o se niega a mirarse en el espejo.
 
Veinticinco años son, en efecto, demasiados años.
 
Dejo, sin embargo, mi corazón en estas páginas, y toda mi gratitud a quienes recorrieron conmigo el arduo y gozoso camino de la prensa cultural.
 

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