Salvador Nava Gomar

Elecciones, derechos y tecnología

¿La tecnología podrá reemplazar el trabajo humano en las elecciones? ¿Podrá tutelar derechos de privacidad? ¿Podrá evitar 'fake news'?

La semana anterior se puso en tela de juicio el funcionamiento de los sistemas electorales. Primero con el escándalo global de Facebook en la elección norteamericana –y quizá en el Brexit–, con un trasfondo lucrativo de millones de dólares y un tráfico de datos personales alarmante. Al sur de la frontera, el INE encendió reflectores haciendo señalamientos graves por el resultado que arrojó su aplicación para recopilar firmas en apoyo de aspirantes a candidatos independientes.

En Estados Unidos se descubrió que se usaron los datos de 50 millones de personas para manipularlas en beneficio de Donald Trump. Se invitaba a responder encuestas con determinado objeto. Mientras se respondía se iban ofreciendo datos personales que delineaban el perfil del encuestado, y con base en ello se les enviaba información específica para mostrar más atractivo al polémico candidato. Manipulación vil a los inocentes facebookeros, que en la soledad de su computadora se abrían al mejor postor sin saberlo.

El INE fue lapidario con el supuesto indebido registro de firmas para los candidatos independientes, y con fe ciega en la aplicación –que mostró defectos desde el principio– algunos consejeros, presidente incluido, señalaron violaciones a la seguridad jurídica, imputaron faltas, hablaron de vista a la autoridad penal y subieron el volumen a sus declaraciones olvidando que son autoridad, pues su cargo obliga a mostrar mesura como organizador y árbitro de la contienda y lo que hicieron fue posicionarse con tono de activistas.

¿De verdad habrá tantas firmas falsificadas? ¿No sería más rápido conseguir un apoyo que falsificar una credencial para votar? Si los apoyos se iban validando de manera sucesiva y los números que arrojaba la propia autoridad daban un resultado mucho más alentador para El Bronco y El Jaguar, ¿por qué de golpe y al final nos enteramos de esas cifras tan escandalosas?

¿Podrá de verdad la tecnología suplir mecanismos básicos de legalidad, como la garantía de audiencia o la seguridad jurídica de cada acto de autoridad? Por ejemplo, que especifique una a una las supuestas fallas u omisiones en el ejercicio de un derecho político esencial, no sólo de los aspirantes, sino también de quienes recabaron firmas y más aún, de los ciudadanos que brindaron apoyo. A contraparte, el voto en México se cuenta con un mecanismo de relojería previsto en la ley, delante de los propios competidores y a cargo de los ciudadanos que ejercen su civismo de manera transparente. ¿Por qué no usar un método parecido, transparente y uno a uno en la fase preparatoria para poder competir? ¿No parece extraño que varios de los independientes hubieran obtenido más respaldos ciudadanos que los votos que recibieron los candidatos en las internas de sus partidos? ¿Por qué tanto ánimo en señalar supuestas fallas que sólo el INE puede corroborar?

Deja muchas dudas lo que viene por delante. Jurídicamente, el Tribunal Electoral no deberá confrontar dichos de una autoridad altamente discursiva, sino las formalidades esenciales del procedimiento en detrimento de quienes fueron requeridos. No sé cómo una autoridad puede pedir a un ciudadano rectificación de algo de lo que no tiene constancia (la aplicación no dejaba registro en los celulares que capturaban el apoyo), y no me parece razonable un plazo de cinco días para demostrar, firma por firma, más de un millón de supuestos fallos, basados en una aplicación de dudosa contratación y que generó incumplimiento del INE desde el principio, tanto que extendió plazos debido a las fallas tecnológicas primero, e incumplió después sucesivamente sus propios plazos, según dicen los afectados.

Es curioso que el mismo INE, entiendo que con buena intención, haya firmado un peculiar convenio con Facebook para evitar la propagación de fake news –algo imposible de lograr– cuando la red social enfrenta una de sus peores crisis por la manipulación de información de Cambridge Analytica, tema que ni el propio Zuckerberg ha podido explicar.

¿La tecnología podrá reemplazar el trabajo humano en las elecciones? ¿Podrá tutelar derechos de privacidad? ¿Podrá evitar la propagación de noticias falsas en la competencia política? Finalmente, serán jueces de carne y hueso, letrados, los que decidirán sobre el mismo paradigma del derecho clásico: el principio de legalidad, que descansa en actos de autoridad basados en normas y con una motivación (explicación) republicana, no agitada ni entusiasta. Pareciera que los consejeros juegan un partido reñido contra los aspirantes. El tema se reducirá en confrontar si la autoridad cumplió con sus propios lineamientos, lo que parece lejano desde tantos, atípicos y álgidos pronunciamientos anticipados.

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