Opinión

Del pragmatismo enterrado

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Todavía hoy podría decirse que la estrategia de apertura externa hacia una integración mayor y ordenada con el Norte fue una expresión viva, algunos la calificaron de audaz, del pragmatismo histórico que la Revolución nos heredara. Después de todo, no hay que olvidarlo, la deuda externa se había vuelto una losa que lastraba la política económica y a la economía en su conjunto.

Asimismo, el recuerdo de la nacionalización bancaria de 1982 seguía siendo el recurso favorito del empresariado para mantener bajo sitio al gobierno y obstaculizar cualquier intento de revisión de la pauta de estabilización y austeridad adoptada frente a la emergencia de ese año.

Más que en una encrucijada, el país había caído en la trampa de la auto limitación en materia de política económica y financiera externa; las elites no veían otra ruta que la de la expiación: pagar una deuda de suyo impagable. Así, las finanzas públicas se sometieron a esa divisa y las otras divisas, los dólares, reducidas a su mínima expresión, fueron consideradas como tributo obligado para comprar nuestra redención.

Con todo, a la vista del fracaso del ajuste ortodoxo aplicado desde 1982 y en medio de la secuela trágica de los sismos del 85, el presidente de la Madrid sacó fuerzas de una flaqueza propiciada por la propia política gubernamental y se arriesgó a poner en acto un ajuste "ni ortodoxo ni heterodoxo".

Fue una apuesta que le dio resultados prontos en la reducción inflacionaria y al país le permitió un poco de aliento para afrontar los estragos sociales del ajuste y que en 1988 derivarían en la primera gran crisis de orden constitucional.

Ése fue un momento incandescente de la verdad para México: su desarrollo no sólo flaqueaba sino que se adormecía en una trampa de crecimiento casi cero y su estabilidad política era cuestionada desde los centros mismos del sistema de partido casi único, de sus formaciones de masas laborales y de sus núcleos intelectuales y políticos progresistas; guardianes de lo mejor de la tradición revolucionaria.

Fue una prueba de fuego que de panzazo pudo pasar el Estado, antes de que en 1994 el crimen político y la rebelión armada nos enseñaran que el celebérrimo sistema del partido "prácticamente único" no admitía ya remiendos. Se imponía una cirugía mayor.

Éste fue el contexto en el cual el presidente Salinas llevó adelante un cambio en la estrategia económica que asumiera los cambios del mundo hacia una globalización vista ya como implacable y, a la vez, buscara aprovechar el "espíritu de Houston" que promovía el primer presidente Bush.

No habían pasado en balde las alevosas agresiones del gobierno estadunidense encabezado por Ronald Reagan, que el gobierno supo sortear pero no alejar del horizonte de la difícil relación con Estados Unidos. Ese gobierno, había trasladado a los escenarios centro americanos su paranoide visión de la Guerra fría y buscaba aislar las valiosas iniciativas de paz del presidente mexicano y su canciller Sepúlveda.

En este contexto se asentó la búsqueda de un acuerdo mayor con Estados Unidos y Canadá que fraguó en un tratado considerado inédito, hasta insólito, por la opinión financiera y económica internacional. Se trataba del primer convenio de libre comercio entre una nación subdesarrollada y dos potencias económicas que ya habían transitado con éxito por la vía de los acuerdos sectoriales para la producción y el comercio.

Luego vino la cruda realidad de nuestros muchos Méxicos y los no pocos grupos oligárquicos de interés y prepotencia y el Tratado devino inercial. Quizá, promisorio y hasta exitoso pero a costa de muchos "olvidos" y el sacrificio de políticas y compromisos sociales que podían haber redundado en resultados económicos y sociales diferentes a los obtenidos en estos treinta dolorosos años.

Defender el derecho al desarrollo puede o no pasar por la defensa del Tratado; lo que no puede seguir posponiéndose es la necesidad de un nuevo curso que lleve a un crecimiento económico incluyente y con potencialidades redistributivas. Alejado de los pronósticos del Banco Mundial que vaticina un crecimiento menor que el mundial entre 2018 y 2020 (2.1, 2.6, 2.6 contra 3.1, 3.0 y 2.9 respectivamente), e inferior a las tasas proyectadas para los países en desarrollo y los mercados emergentes: 4.5%, 4.7% y 4.7 en los años referidos.

Dice el Banco que las perspectivas económicas son buenas para todos, pero no asegura que puedan mantenerse, debido al estancamiento de la inversión y de la productividad total de los factores productivos… Sounds familiar?

(Cfr., Memo: World Bank Group, Global Economic Prospects. Broad-Based Upturn, but for How Long? January 2018)

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