Cronopio

México sin fiscales

   

1

Entre el siglo IX y los inicios del XIII, la Europa medieval recurría a dios para averiguar la culpabilidad o inocencia de una persona acusada. Dice Peter T. Leeson en un reciente ensayo (WTF? An Economic Tour of the Weird, 2017) que el sistema penal por ordalías consistía en invocar e interpretar el juicio de la divinidad, a través de mecanismos ritualizados y a cargo de sacerdotes, de cuyo resultado se infería la culpabilidad penal. A los acusados se les pedía que decidieran entre confesar y pagar una pena menor, o bien, meter la mano a un caldero de agua hirviendo o tomar un trozo de hierro al rojo vivo para probar la inocencia. Si el acusado se quemaba, dios revelaba su culpa y, por tanto, la pena debía ser mayor. Los manuales de las ordalías instruían a los sacerdotes a preparar el ritual, de tal manera que el agua o el hierro no estuviera en condición de provocar daño, sin que los acusados supieran de la manipulación previa. Dado que los destinatarios creían en la divinidad del juicio por ordalías, el sistema motivaba de manera eficiente a culpables e inocentes a tomar un camino que redujera sus costos. Funcionaba, pues, a base de incentivos: si la persona era culpable, le convenía más confesar y pagar la multa; si era inocente, no tendría inconveniente en ponerse en manos de dios.

La construcción de un sistema de justicia penal supone, al final de cuentas, la alteración de una estructura dada de incentivos o, mejor dicho, su sustitución por otros que inhiban a las personas a cometer delitos. Supone una serie de inductores para provocar que los individuos racionalicen la decisión de realizar una determinada conducta, esto es, que ponderen los beneficios frente a los costos, las ganancias frente al riesgo, la probabilidad de escapar de la ley o de ser castigado. Los modelos eficientes funcionan como resultado del ejemplo, antes que por la experiencia directa de la consecuencia negativa: una pedagogía social en la que los más perciben que cometer un delito trae consigo un daño claro, presente y tangible, precisamente porque la han experimentado indirectamente en otros. Es la lógica del escarmiento en cabeza ajena. El ejemplo que disuade, porque es visible e inteligible.

Los sistemas penales descansan, por tanto, en la probabilidad del castigo y no sólo en su magnitud. Esa lección ya debimos haberla aprendido. El populismo penal ha bordado en la promiscuidad de la tipificación penal, el aumento de penas y en el uso indiscriminado de la prisión para acometer el propósito de influir en las decisiones de las personas. El resultado ha sido un aumento notable de la población carcelaria, muchos inocentes privados de su libertad, y muy bajas posibilidades de que quienes cometieron un delito puedan reprogramar su vida. Dejamos del lado, por mucho tiempo, el factor principal que determina la eficiencia de la disuasión penal: la eficacia con la que la autoridad detecta, investiga, castiga y restaura un delito. Y es que el viejo modelo inquisitorio reducía la visibilidad de las conductas perniciosas, y al otorgar mayores armas (ventajas procesales) a la parte acusadora, desincentivó el desarrollo de capacidades institucionales para la investigación y persecución penal. Nuestros ministerios públicos se hicieron expertos en tortura, porque les bastaba la confesional para meter a una persona a la cárcel. Cuando la cultura y la vigencia de los derechos humanos ganaron terreno, nos encontramos con un país sin fiscales, con instituciones débiles, que simplemente no pueden entregar resultados bajo estándares democráticos de funcionamiento. Procuradurías capturadas por poderes públicos y fácticos, infectas por la corrupción, que se limitaban a arbitrar grados de impunidad a través del uso selectivo de la acción penal. Así pues, a nadie debe extrañar el desastre estructural de la procuración de justicia y, en consecuencia, del sistema de justicia penal.

Y de esas ataduras no nos podemos liberar. En lugar de construir instituciones sólidas que alteren de manera eficiente los incentivos, un grupo de "sacerdotes" profesionales, que en el ritual de la aplicación de las reglas penales hagan altamente creíble el riesgo del castigo, buscamos a un impoluto fiscal que no esté afectado por relación o dato biográfico que ponga en duda su neutralidad. En lugar de crear garantías institucionales suficientemente fuertes para que cualquiera que sea, con sus virtudes y defectos, pueda desprenderse de la tentación a la parcialidad, anteponemos la prueba del pedigrí, la apariencia de la santidad. Por eso, nuestro país sigue, como en prácticamente todo el siglo XX y lo que va del XXI, sin fiscales ni fiscalías.

* El autor es senador de la República.

Twitter: @rgilzuarth

También te puede interesar:
El Frente, última llamada
El sueño de Ricardo Anaya
Los sismos y la mala conciencia

COLUMNAS ANTERIORES

La toga en la dictadura
El mito de los programas sociales

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.