Cronopio

El reojo de los sordos

Roberto Gil Zuarth señala que López Obrador se ha ganado a pulso las reservas y dudas, quien no ha hecho mayor cosa para despejar las dudas de los empresarios.

López Obrador se ha ganado a pulso las reservas y dudas de una buena parte de la sociedad. Su carácter irascible, la intolerancia a la crítica, sus reflejos maniqueos asustan tanto o más que sus convicciones o posiciones. Es innegable el atractivo de su carisma, el talento para leer y conectar con las emociones de sus seguidores, la habilidad para simplificar sus mensajes. Si una fortaleza lo define, es esa destreza para oponer la razón histórica de su movimiento frente a la evidencia o el argumento que lo incomoda. Tiene el don de evadir el tedio del cómo centrando la atención de todos en la mística de sus fines. Ha sido, como pocos, leal al personaje que él escogió para sí o que le impusieron las circunstancias. Es esa especie de políticos que nunca dejan de ser y actuar como candidatos. Muy probablemente, esa obstinada rigidez a la adaptación ha sido el único obstáculo que lo ha dejado afuera de las puertas de Palacio Nacional. El tabasqueño podrá ensayar una y otra vez ante el espejo las formas de seducción del amoroso, pero en el fondo sólo se siente seguro en el rol del testarudo. No importa que las encuestas sugieran que debe cambiar el libreto para que otros dejemos de contener la respiración. La historia de su liderazgo es la fidelidad a sus intuiciones.

Es entendible la inquietud de los empresarios por las incertidumbres que supone el triunfo de López Obrador. El puntero en las encuestas no ha hecho mayor cosa para despejarlas. En su monólogo no hay espacio para la reconsideración a los matices. El candidato antisistema propone el cambio como la demolición del todo, no como la prudente corrección de lo que no funciona. En la refundación nacional, nada merece ser conservado o atesorado. Las fortalezas del país son vigas que sostienen la techumbre de los privilegios: la apertura comercial es la rendición nacional frente al imperialismo; las reformas estructurales, el negocio de la oligarquía; el nuevo aeropuerto, el monumento al clasismo y al centralismo. El relato lopezobradorista es impenetrable a las agendas y demandas de la parte social que no comulga con su credo. Por eso, la defensa empresarial de un modelo económico o de ciertas políticas públicas es recibida con la indignación de una bofetada. En la estrechez de sus desconfianzas, Andrés Manuel no se sienta en la mesa de sus críticos para convencer o ceder. No ocupa el lugar que se le ofrece ni exige el espacio que representa. Mira con recelo la convocatoria de los diferentes porque asume que, como él, nadie se moverá de sus posiciones. Trazadas las líneas rojas, no hay otro deber que defender el guion hasta el límite de la sobrevivencia. Ninguna concesión puede permitirse en medio de la batalla. Dialogar para entenderse es excusa de los débiles.

Los defectos visibles de Andrés Manuel no hacen legítima esa tentación plutocrática de gestionar cupularmente el veredicto democrático. Los empresarios tienen el derecho –el deber diría yo– de debatir con López Obrador, de cuestionar sus propuestas, de defender sus intereses, de insistir en lo que, desde su entendimiento, es virtuoso para México. Les asiste la potestad de apoyar o expresar, en el marco de la ley, su preferencia por un programa o por un candidato. Su presencia en lo público no debe ser desalentada por el temor a las represalias futuras del nuevo gobierno. Ninguna adjetivación o sugerencia velada debe inhibir que en la opinión pública se ventilen los riesgos que advierten a las libertades. Pero tomar en serio la democracia significa aceptar la posibilidad de que López Obrador sea presidente. De la misma forma en que nada justifica un zarpazo autoritario desde el poder político, tampoco hay espacio para la intervención ominosa del poder económico en la formación de la voluntad popular. Destruir a un candidato en democracia está fuera de los márgenes de lo admisible. Reeditar el aguijón del miedo sólo tensará más los cables de la indignación. Convertir esta elección en un plebiscito clasista nos puede llevar a la ruptura radical de la paz social.

La razón democrática es la igualdad de todos expresada frente a las urnas, sin distingos de posesiones o influencia. Y esa condición se gesta en los presupuestos de la igualdad procedimental: la equidistancia de armas en la competencia, la equidad que excluye la incidencia extralegal del privilegiado, la libertad que se opone a la coacción de la necesidad o la dependencia. La ruta para dar viabilidad al país es, sin duda, relegitimar a las instituciones. Entender que el sistema debe corregirse para subsistir, que el poder no sólo gravita en la Presidencia, que los anticuerpos del país deben reaccionar ante cualquier coyuntura sexenal. Pero poco quedará por relegitimar si desoímos la primera y más esencial de las reglas en democracia: la mayoría decide.

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