Cronopio

El relato de Tlatelolco

Roberto Gil Zuarth escribe que nunca debe repetirse algo semejante a Tlatelolco, pero el Estado mexicano sí debe restituir su legitimidad para aplicar la ley.

La política se significa en sus relatos. Su sustancia, el poder, se define en las narrativas sobre sus medios y fines. También sus resistencias. Las fuerzas que disputan el derecho de mandar, que compiten por el ejercicio del poder, tejen representaciones que sirven para definirse y distinguirse de los otros. Son las antorchas combativas que guían la acción colectiva. Sistemas de creencias compartidas para escavar trincheras.

Tlatelolco es el relato sobre una generación que resistió a la violencia criminal del Estado. El surgimiento de un sujeto histórico que se puso al frente del cambio político. El inicio de un proceso histórico que concluyó el pasado 1 de julio con el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, es decir, con el arribo del primer gobierno procedente de la izquierda democrática. La épica de unos jóvenes que, por primera vez en el México posrevolucionario, a cuarenta años de distancia de la creación del leviatán priista, se movilizaron para reivindicar sus libertades frente al autoritarismo. El punto de inflexión de la deslegitimación del régimen. El detonante imprescindible del tránsito democrático.

Nadie puede poner en duda la atrocidad de los hechos del dos de octubre. Pero sí someter a duda ese relato que se ha instalado en el imaginario colectivo, sobre todo en las generaciones posteriores a 1968. Ningún movimiento político homogéneo y coherente surgió de aquella plaza. Varios de los líderes y representantes más conspicuos de la causa estudiantil terminaron militando en el PRI, como funcionarios de sus gobiernos o como apologistas del proyecto supuestamente modernizador de las décadas subsecuentes. Otros se refugiaron en la marginalidad del ensueño revolucionario: en esas ideologías que anticipaban la inminente derrota del Estado burgués. Una naciente intelectualidad apostó por el cambio gradual, por la ruta posibilista de las reformas, por la institucionalización del pluralismo. Es, por tanto, cuestionable que el trauma del 68 hubiese forjado un adversario visible al partido hegemónico. Ocho años después de aquella tarde, como dice Aguilar Camín, el candidato del PRI paseaba a sus anchas sin contrincante, con prácticamente el 100 por ciento de los votos, sin oposición legislativa. A la impenetrabilidad política del régimen autoritario le hizo más daño el cisma cardenista del 88 que los muertos de Tlatelolco.

El relato sí fue exitoso, por el contrario, en la erosión de la confianza mínima sobre el Estado. Desde entonces, sobre los gobiernos pesa la mancha de la represión, en cualquier grado de expresión de sus potestades coercitivas. Esa legitimidad de origen, por cierto, no se renovó con la transición democrática. El Estado mexicano se inhibe hasta el extremo de la paralización frente al duelo de los jóvenes victimados en la Plaza de las Tres Culturas, por muy evidente, justa o necesaria que sea la intervención de la autoridad. Por supuesto que la autoridad ha contribuido a la pulverización de la confianza por innumerables casos de violaciones a derechos humanos, antes y después del arribo democrático. Pero tiendo a pensar que el triunfo del relato pos1968 es una de las principales explicaciones de que la autoridad se retrotraiga actualmente de sus deberes más inminentes. Ahí anida una causa política de la omisión local y federal para, por ejemplo, auxiliar a la rectoría de la UNAM en la protección mínima de los estudiantes frente a los violentos. Es el temor de un gobernante de liberar a Tepito de las fauces del crimen organizado, para no pasar a la posteridad como otro Díaz Ordaz. Es el principal obstáculo para una discusión socialmente útil sobre los límites lícitos y legítimos del uso de la fuerza pública.

Nunca debe repetirse algo semejante a Tlatelolco. Ninguna autoridad puede asumirse con el derecho de agredir a una persona ni a usar la fuerza más allá de los límites de lo permisible. Pero el Estado mexicano sí debe restituir su legitimidad para aplicar la ley. La función de garantizar la convivencia pacífica no debe ser, de antemano, sinónimo de represión. La democracia mexicana requiere sustituir aquel relato de la inherente violencia del Estado por la gramática de las reglas de la acción justificada de la autoridad. La actuación que se asienta en la legitimidad de origen y que se pone a prueba en la de ejercicio. La pauta escrupulosa de los derechos que guían las potestades públicas y que, en esa medida, reducen el riesgo de los abusos. La confianza tácita entre gobernantes y gobernados que posibilita la coexistencia armónica entre los diferentes. Un relato alternativo sobre cómo someter la fuerza necesaria del Estado al imperio irrestricto de la ley.

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