Cronopio

El aeropuerto no tiene quien le escriba

El debate sobre el nuevo aeropuerto es prueba de la incapacidad de la democracia mexicana para discutir y decidir sobre los asuntos públicos.

La esencia de la democracia es la razón pública. Un sistema de deliberaciones rutinarias para decidir sobre lo que importa a todos y lo que puede afectar a todos. El acto de cruzar una boleta o levantar una mano en una asamblea no es el fin de la mecánica democrática, sino el desenlace simbólico y necesario de una discusión. La suma de los votos, esa fotografía aritmética que expresa el peso específico de opciones en competencia, es en realidad la simplificación cuantitativa de un complejo proceso de agregación razonada de voluntades. Posiciones que se confrontan y ponderan; argumentos que se esgrimen para moldear la comprensión colectiva de la realidad; dudas que se siembran para penetrar el cerco de la verdad del otro. Y es que en la calidad de la deliberación radica la fuente de legitimidad de las decisiones, más que en la pulcritud del cálculo de la fuerza de los contendientes. Sin deliberación, la decisión no es expresión de voluntad colectiva: no entraña mandato, no pacífica la disputa, no fija los linderos para canalizar las preferencias o los descontentos. Sin deliberación, la democracia no es más que la falsa imagen del consenso impuesto por los más numerosos.

El debate sobre el nuevo aeropuerto es prueba plástica de la incapacidad de la democracia mexicana para discutir y decidir sobre los asuntos públicos. Primero, una obra que se construye pero que no se explica. Un proyecto que se celebra como la gran palanca para atraer inversiones y detonar sectores de la economía, que no ha pasado por un esfuerzo serio y consistente de legitimación. La obra de infraestructura de la década sobre la que nadie ha puesto empeño de proteger con la garantía de un consenso. En la democracia de la mudez, los impulsores y ejecutores del proyecto han renunciado al deber de razonar en público su pertinencia. Pareciera como si la bondad de una inversión de esta magnitud debe ser verdad revelada para todos y, por tanto, que esa condición exime de los deberes mínimos de activar el más elemental mecanismo de consenso. No es extraño, pues, que frente al vacío que han dejado sus defensores y los cuestionamientos de corrupción que han manchado a los proyectos públicos, el candidato antisistema haga del aeropuerto el monumento del abuso. Más que una nueva revelación del talante y la cosmovisión de López Obrador, la impugnación del aeropuerto es el espacio que otros le han regalado para sacar tajada de la indignación de los mexicanos.

Segundo, este debate revela una curiosa comprensión del debate democrático, especialmente en los episodios electorales. Se ha instalado entre nosotros la perversa idea de que ningún actor social distinto a los competidores puede tomar parte y defender posiciones en las campañas. Desde esta distorsión, los ciudadanos, la sociedad civil organizada, los empresarios o cualquier grupo de interés deben permanecer callados: no pueden ni deben influir en lo que se discute y en lo que se decide ¿Tiene derecho Carlos Slim a defender el aeropuerto? ¿Tiene derecho dada su participación empresarial en el proyecto o, por el contrario, está vinculado a un deber especial de responder a aquellos que han puesto las cortinas de la sospecha? ¿Poseer un interés parcial descalifica para incidir en la construcción del interés colectivo? ¿La argumentación pública sobre lo que nos afecta a todos sólo puede venir de partidos y candidatos? ¿No es la democracia un instrumental de habilitaciones y cauciones para armonizar los distintos intereses que interactúan en una sociedad abierta?

Pero lo más preocupante del caso es que muestra la bajísima credibilidad de la que goza la política. Cada vez es más notoria la brecha entre eso que denominamos las instituciones y los ciudadanos. Todos los argumentos en defensa del aeropuerto se han quedado en el limbo de la desconfianza. Poco o nada se mueve, en términos de percepciones, de lo que sale de los partidos, candidatos o los gobiernos. La irrupción de un empresario sacude la discusión porque, de alguna manera, los dichos de los contendientes se han vuelto irrelevantes. Es el riesgoso desprestigio de quienes compiten para decir a nombre y por cuenta de todos.

Democracia sin deliberación, sin debate plural, sin contraste, es la plaza en la que fecunda la demagogia. En el silencio no emerge la razón. Hoy es el aeropuerto, ayer fue la seguridad, mañana podrá ser la integración comercial o el TLC. No hay ruta posible de país en una democracia que decide sin discutir. Porque en la deliberación, antes que en el veredicto, nos encontramos y reconocemos como parte de una misma comunidad política.

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