Cronopio

Centralismo itinerante

Si lo que AMLO pretende es descentralizar las funciones públicas para aumentar la velocidad y eficiencia de la respuesta estatal, el remedio está equivocado.

Nuestro federalismo es nominal. Sí, el poder político se encuentra formalmente distribuido en distintos órdenes de gobierno, los estados y municipios tienen reconocida una órbita de atribuciones y, particularmente desde 1994 con la conversión de la Suprema Corte en un tribunal constitucional, existen mecanismos razonablemente eficaces para sancionar sus invasiones. Pero lo cierto es que el federalismo mexicano es una de esas tantas cosas en el país que se leen de una manera y se viven de otra. Por más que nuestras constituciones se empeñen en consignarlo, México no ha asumido plenamente esa forma de organización política. Somos una Federación de membrete. Una República que funciona desde el centro a la periferia.

Es imposible reconstruir un arquetipo de asignación competencial, es decir, un marco de referencia compartido para decidir qué debe quedar reservado a la Federación, cuáles son las responsabilidades básicas de los primeros respondientes, bajo qué mecanismos y procedimientos los distintos ámbitos funcionales deben sustituirse o complementarse. Hay tantos tipos de federalismo como materias: el federalismo de la salud es diametralmente distinto al de la educación; el sistema nacional de seguridad pública no tiene las mismas cualidades que los sistemas nacionales en materia electoral, de transparencia o anticorrupción; en el ámbito de la justicia penal, las reglas de jurisdicción y coordinación varían según el delito o, incluso, de la modalidad de ejecución de la conducta criminal; el federalismo fiscal es un régimen formalmente concurrente que ha terminado en un frágil e inestable arreglo político de recaudación federal total. Y esto se debe, esencialmente, a que el federalismo nunca se repensó en la transición del régimen de partido único hacia la democracia pluralista.

Los ofensivos derroches y la brutal ineptitud local, sobre todo en materia de seguridad, han puesto en evidencia la atrofia estructural del sistema federal mexicano. La larga y muy plural lista de gobernadores sátrapas reveló el vacío de contrapesos y de las mínimas condiciones de transparencia y de rendición de cuentas en el ámbito local. Además, se hizo patente que el federalismo mexicano no tiene soluciones para suplir la incapacidad, negligencia o complicidad de las autoridades locales. Los órdenes estatales y municipales son frágiles en términos de capacidades institucionales; recaudan mal y gastan peor; dependen de la Federación hasta los límites de su viabilidad. Vivimos en un país que funciona a distintas velocidades: los derechos ciudadanos tienen distinta posibilidad de realización según el lugar en el que se ejerzan. Pero a pesar de la evidencia de su disfuncionalidad, la respuesta a ese estado de cosas no ha sido a lo largo de estos años la revisión al sistema de reparto de atribuciones, sino una serie de medidas aisladas, coyunturales, casuísticas que han centralizado al país por la puerta de atrás: desde el aumento de facultades concurrentes en detrimento de la órbita competencial local, hasta la creación de sistemas nacionales y otros modos de homologación y armonización normativa e institucional. No deben extrañar las enormes zonas grises en las que se diluye la responsabilidad o se gestan los excesos: el federalismo mexicano es un sistema de tutelaje sobre órdenes de gobierno que no alcanzan la mayoría de edad.

Si lo que Andrés Manuel López Obrador pretende es descentralizar las funciones públicas para aumentar la velocidad y eficiencia de la respuesta estatal, el remedio que propone está equivocado. La reubicación de las dependencias federales y la fusión de las delegaciones está lejos de ese propósito y mucho más cerca de la restauración de los códigos de la concentración del poder público. No son las secretarías del gobierno federal las que deben salir del centro del país; son las atribuciones de la Federación las que deben trasladarse a lo local, en un nuevo consenso constitucional que asegure que serán eficazmente ejercidas por sus nuevos detentadores, a cambio, por supuesto, de un marco exigente de eficiencia, transparencia y rendición de cuentas. El objetivo de reducir el gasto público se cumple de mejor manera si se superan las duplicidades en la gestión pública y si cada administración hace bien lo que le toca. El efecto multiplicador de la acción estatal es más eficiente cuando los tramos de responsabilidad están claramente delimitados y los esfuerzos se coordinan. Los vicios de los feudos locales no se van a resolver oponiendo un patronazgo federal en la persona de un coordinador plenipotenciario, sino por el trazo claro de los deberes y de las sanciones a su incumplimiento, por la flexibilidad de las intervenciones subsidiarias, por la excepcionalidad de la presencia federal.

La auténtica descentralización del país es un nuevo pacto federal que responda, primordialmente, al imperativo de aumentar la capacidad de respuesta del Estado mexicano a las expectativas y necesidades de las personas. Ese sí es un cambio profundo. Lo otro no es más que centralismo itinerante.

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