La Fiesta Está Viva

Lo de Juan

Lo que en tertulias no se habla, se asume, esta forma de torear no debe ni puede explicarse, sólo sentirse y gozarse, es alimento para el alma. Esto es lo de Juan, de Juan Ortega.

La historia del toreo se cuenta por faenas, gestas, personalidades y formas de interpretar este arte único e irrepetible, instantáneo y eterno. Nombres de seres extraordinarios que han sido distintos dentro de las mismas formas, usos y costumbres. Los hay geniales, los hay de arrolladora personalidad, los de técnica y poderío impecable y, en un apartado muy especial, están los seres tocados por la mano de Dios para sentir e interpretar el toreo de manera pura, natural, con toda la carga emocional de siglos de sentimiento, arte, miedo y tragedia ante la bravura de los toros.

Por lo general estos toreros, contados con los dedos de las manos no suelen ser el personaje extrovertido y popular. Al contrario, suelen ser hombres de recia personalidad, pocas palabras y un gran misticismo en todo lo que hacen. Estudiosos del toreo, amantes del flamenco, del arte, cultos por lo que encierra su alma.

En la actualidad la tauromaquia cuenta con cantidad y calidad en los toreros. En particular un nombre ha generado la ilusión del aficionado, el interés del público y el deber de los empresarios. Desde Triana vuela el aroma de naranjos y azahares, de la pausa y la calma de las aguas del Guadalquivir, de la calidez de los atardeceres sevillanos, de la gracia y solera andaluza que enamora al mundo.

A todos estos atributos hay que sumarle la capacidad de crear frente a un toro. El valor para hacerlo de manera natural, con gracia y elegancia, con profundidad y verdad es algo poco común en el toreo.

Llevar con orgullo y responsabilidad el peso de una cultura, hacerlo con la madurez de asumirlo y gozar en el proceso, dan como resultado que el toreo, nos reafirme el porqué de su existencia.

Entregarle al toro, en su salida, el capote como una ofrenda a lo que sigue, a que toro y torero dancen con la muerte venerando la vida durante 15 minutos, bajo la mirada atenta del público que espera el momento del milagro para además de ver, sentir la emoción y el gozo del buen torear.

Hacerlo con las palmas de las manos, convirtiendo el capote y sus vuelos en la extensión de los brazos y las muñecas, que con sutiles movimientos embarcan y conducen el poderío de la acometida de un toro bravo y convertirla en embestida, acto en lo más profundo de su instinto, que se encuentra por primera vez en un ruedo ante un hombre y un capote, para permitirle al toro, descubrir y expresar su casta y su bravura.

El toro, animal sensible y poderoso, bello e imponente responde ante la extrema suavidad casi inverosímil del manejo de los trastos de este hombre, las cosas de Juan son así, la valiente calma ante el inminente peligro de un toro. El valor del bueno, que no se intenta demostrar ni alardear para ocultar deficiencias del toreo. Aquí todo es belleza, ritmo, suavidad y amor por el toro.

Llevarlo al caballo para probar su bravura es conducirlo con el ritmo en los andares de una sevillana bien bailada, donde el cruce de movimientos se coordina con la precisión y magnífica conexión entre dos seres.

Con la muleta en mano, la faena suele comenzar por bajo, con doblones que lejos de quebrantar para dominar, guían el camino en la embestida, con el susurro del torero cuando el toro pasa a la altura de su cara, como quien habla al oído al ser amado y por quien se está dispuesto a entregar la vida.

Los andares. Entrar a la cara del toro con el animal fijo a distancia.

Despacio, todo muy despacio, que no lento, no es lo mismo lento que despacio en el toreo. Con la arrogancia y la elegancia que deben siempre los toreros representar, la belleza de lo heroico, la virilidad en el juego con la muerte. Que el toro mire, que asuma su bravura y embista ante la invitación de una muleta que será siempre presentada a la distancia justa para que luzca la embestida. Esto es de dos. La suavidad en el toque para prender el arranque del toro y comenzar la comunión entre el poder y el valor, la estética y el peligro, el arte y la muerte.

El cuerpo acompaña, siempre erguido y firme de manera natural, sin amaneramientos, con el pecho y el corazón siguiendo el recorrido del toro, la barbilla metida en el pecho y el brazo que dimensiona los muletazos siempre acompañados de una cintura que gira al compás de su toreo.

La suerte suprema es también despacio, sin sorprender, dando al toro la ventaja de matar y morir con la solemnidad que tiene la suerte y la muerte del toro que vive y muere por su bravura, con honor y admiración.

Esto es lo de Juan. Lo que en tertulias no se habla, se asume, esta forma de torear no debe ni puede explicarse, sólo sentirse y gozarse, es alimento para el alma. Esto es lo de Juan, de Juan Ortega.

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