Pie de Página

El silencio que nunca llegará

Aretha Franklin fue todo, encantadora, empeñosa y tocada por el cielo, pero no fue frágil, ni de delgado espíritu, escribe Mauricio Mejía.

Cantaba y todo adquiría sentido. Las pequeñas cosas, hasta los susurros, ocupaban, gentilmente, su lugar en el equilibrado orden cósmico. Aretha siempre fue un instante, un fragmento impostergable de eternidad. Diría Machado: siempre todavía. Mirlo de las horas, Franklin batalló hasta el límite con su valentía de cuerpo entero.

El silencio se escucha en todos lados y, en todos lados, parece que canta como ella; como sólo ella. Serenata que no calma la vida y mucho menos la irrenunciable e intransferible muerte. Aretha tenía la voz del poema que la poesía quiso proclamar a los cuatro vientos. No fue solamente una dulzura, una agradable compañía, un romance; también fue el grito del combate contra la desigualdad, contra la opresión de los blancos en un país que negaba la libertad a los de su color. Fue insignia de una lucha, como Muhammad Ali, en el pugilato; Malcom X, en la religión, y Martin Luther King, en la política.

Aretha fue todo, encantadora, empeñosa y tocada por el cielo, pero no fue frágil, ni de delgado espíritu. Fortaleza hasta el final, dio sentido a la vida. Nada más violento que lo poético, que lo estético; nada tan contestatario como la belleza. Franklin fue eso: una Revolución en medio del vendaval de una segunda mitad del siglo XX que campeó todo los palmos del mundo.

El ruiseñor se tomó la responsabilidad de llevar el canto a la protesta contra la injusticia recrudecida en la era Trump. Se va Aretha con la parvada de ángeles al ya deseado descanso. No habrá silencio que venga. No: hay mucho que escuchar desde el iluminado cielo.

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