Opinión

Los otros destinatarios


Federico González Luna Bueno
 
 
 
Una vez aprobada la reforma constitucional en materia de telecomunicaciones, que tantos cambios reales plantea para este sector, queda claro que la legislación secundaria por venir tiene por finalidad que la mayor parte de los mexicanos pronto estén conectados con servicios de calidad, diversos y a buen precio.
 
 
Ese es fin primordial de la reforma, pero si solamente pensamos en los puntos de llegada y no en los medios para alcanzarlos seguramente tardaremos mucho tiempo en llegar o simplemente nunca lo lograremos, como nos ha pasado en otras ocasiones. De nada sirve que en la Constitución planteemos que todos los mexicanos tendremos muy pronto acceso digital a grandes velocidades o que en tres años se habrá desplegado una nueva red de banda ancha con cobertura nacional, si previamente no nos cuestionamos con honestidad cómo habrán de financiarse estos objetivos.
 
 
Hasta donde sabemos, no predomina en México la visión que pretenda que el peso del desarrollo de las telecomunicaciones lo llevará el Estado, es decir que sea a éste a quien corresponderá ser el gran operador que financie y desarrolle servicios y aplique tecnologías. Sería una torpeza, un retroceso inimaginable incluso en países como Cuba o Venezuela.
 
 
Si bien en nuestro país hay más personas de lo que uno supondría (varias en posiciones públicas importantes) que están realmente convencidas que serán gubernamentales las inversiones que suscitarán el gran cambio en las telecomunicaciones, no tenemos duda de que se trata de una visión no predominante.
 
 
Ahora que se ha planteado una reforma fiscal a fondo, el Gobierno Federal en ningún momento ha dicho que los recursos adicionales que reciba el tesoro público irán a parar en inversiones del Estado a fin de que éste se convierta en el gran operador al mercado de las telecomunicaciones.  Cuando el país enfrenta tantas carencias sociales, sería imperdonable destinar cientos de miles de millones de pesos en una actividad económica que, con los incentivos correctos, requiere un mínimo de recursos públicos.
 
 
Es claro, pues, que el modelo mexicano de desarrollo para el sector telecomunicaciones está sustentado en la inversión en grandes volúmenes que hagan los particulares y en el funcionamiento eficiente de los mercados. El problema reside en que si los mercados de capital, los inversionistas nacionales y extranjeros, no se convencen de las bondades que ofrece la legislación mexicana simplemente no invertirán o lo harán en cantidades menores de lo que se requiere (suponemos que para algunos "soberanistas" ello no tendría la menor importancia).
 
 
Por lo pronto en México contamos con dos datos que nos deben ocupar seriamente: la banda de los 700 MHz (que está planteada en el mundo como la gran detonadora de inversiones y servicios en competencia) la hemos reservado en la Constitución para utilizarse bajo un esquema no aclarado de participación estatal y limitada en sus usos, lo que ha generado algunas dudas y suspicacias. El segundo dato es que hasta el momento ningún inversionista extranjero importante ha levantado la mano para señalar su interés por entrar de lleno al mercado mexicano.
 
 
De nada sirve sostener una y otra vez que contamos con la mejor reforma universal de las telecomunicaciones si ello solamente convence a quienes la elaboran y la aprueban. De ahí la preocupación de los discursos autocomplacientes y acríticos.
 
 
Y la necesidad de que la legislación secundaria de las telecomunicaciones deba ser, simplemente, atractiva para los inversionistas. Los destinatarios verdaderos de las leyes en un régimen liberal son los particulares, no la alta burocracia. Aunque no lo crean.
 
 

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