El Globo

Putin: 20 años

   

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No existen precedentes en el mundo, en el que un hombre haya permanecido en el poder por dos décadas con procesos electorales en ese trayecto y de forma alternativa entre la jefatura de Estado y la de gobierno. Podemos cuestionar la autenticidad, transparencia, legalidad de dichos procesos electorales, pero de hecho se realizaron y millones de rusos votaron.

Tal vez la única excepción sea Fidel Castro en la Cuba revolucionaria, quien se mantuvo en el poder casi el doble, cuatro décadas con elecciones reglamentarias. Claro, sin oposición real, sin mecanismos legales para el registro de otros partidos o la participación de diferentes fuerzas políticas.

La Rusia postsoviética, la que impulsó las reformas, desintegró la antigua URSS, aspiró a un modelo de economía abierta con competencia real y propiedad privada incluida, ha sufrido enormes transformaciones, de los 90 de Yeltsin a los siguientes 20 años de un solo hombre y su sombra, su empleado, su doble, su alter ego: Dimitri Medveyed.

Por dos décadas, Vladimir Putin ha asumido la presidencia de la Federación Rusa, los periodos reglamentarios, y cuando ha tenido que dejarla para que asuma su sombra, Mr. Putin toma el lugar del jefe de gobierno, primer ministro desde donde sigue controlando las riendas absolutas del poder. Es la simulación de una democracia en donde se registran procesos electorales, de hecho aparecen algunos ingenuos de oposición, y siempre ganan los mismos quienes se suceden, intermitentemente, en la presidencia, aunque el poder es de uno sólo y no lo comparte.

A principios de la década pasada, conversando con un diplomático ruso en retiro, libre de los protocolos, los controles y el temor –el temor eterno al gulag, al destierro y a la muerte –se atrevió a hacerme algunas confesiones que comparto aquí con la salvedad de derivarse de la fuente única de un diplomático de larga trayectoria, conocedor profundo del sistema y, en su momento, representante del mismo hombre que hoy enfrentará nuevas elecciones en 2018.

Vladimir Putin procede de San Petersburgo, agente de la KGB, mando medio –nunca líder de la poderosa agencia de inteligencia y espionaje del extinto Estado soviético –que llegó al poder de una forma súbita y sorpresiva–. En 1996 el expresidente ruso, Boris Yeltsin, lo designó vicepresidente de Rusia. En ese momento se leyó como un retroceso en el proceso de reformas y de apertura; traer a la primera cúpula del poder a un hombre que representaba el lado más oscuro de la vieja Unión Soviética. Varios medios europeos leyeron el hecho como resultado de una intensa presión de las antiguas fuerzas comunistas, en contra de un débil presidente Yeltsin quien aparecía perdiendo la batalla entre el liberalismo y la apertura de mercados, o el regreso al modelo estatista del control de todo, mercados, mercancías, precios, cupones, pensiones y demás.

Putin se instaló como una figura discreta, de perfil mediano sin ocupar los reflectores ni llamar la atención. Sus primeras encomiendas
–muchos piensan que a pedido expreso– fueron las fuerzas de seguridad: la fundación de una nueva agencia de seguridad estatal, que modernizara y sustituyera a la vieja y decadente KGB. Putin se concentró en ello y construyó los pilares y cimientos de su futuro e incuestionable poder absoluto.

Para sorpresa del mundo, Boris Yeltsin presentó su renuncia a finales de 1997, dejando el paso a su vicepresidente Vladimir Putin. Se argumentaron problemas de salud, un cuadro que requería atención y otras causas, pero los hechos fueron que Putin asumió para completar el término de Yeltsin y luego, presentarse por primera vez como candidato directo en 1998. Desde entonces, hace 20 años, Putin lo controla todo: el Ejército, la FSB –agencia de seguridad que sustituyó a la KGB– el Parlamento (Duma), los partidos, la oposición, los medios y hasta los empresarios. Todos aquellos que en 20 años se han opuesto, criticado o enfrentado a Vladimir, terminaron en la cárcel o muertos, como el espía envenenado con plutonio en Londres. Con Putin no se juega, pueden ser sus aliados, socios, aceptar sus términos, ceder incondicionalmente, pero jamás desafiarlo. Es implacable.

El diplomático en retiro me confió que existía una versión de chantaje y extorsión a Boris Yeltsin que lo forzó a renunciar a favor de Putin. Se reportó entonces la construcción de una casa de campo a las afueras de Moscú (Dasha) que Yeltsin había mandado construir –un auténtico complejo de casas y residencias– para albergar a todos sus colegas y amigos del gabinete. Putin, en control de los hilos de la inteligencia y la seguridad, hizo uso de esa información y cometió –de facto– un golpe de Estado.

La Rusia de 2018 no es la de 1997. La sociedad no es la misma, los jóvenes se declaran mayoritariamente apolíticos, la ascendencia nostálgica que Putin ejerce sobre sus conciudadanos –esa especie de 'padrecito', denominación común al zar presoviético– que le ha generado admiración y simpatías. Pero ya no. Se agota el modelo, se desgasta la credibilidad y pierde peso. Veremos si es capaz de remontar y mantenerse en el trono, como el dictador moderno más eficiente y perturbador.

Twitter: @LKourchenko

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