Jorge Berry

Mercadotecnia política

La única esperanza de Trump es lograr que se cierre la investigación del FBI por la supuesta intervención rusa en las elecciones, y para ello tomará medidas extremas como despedir a Mueller y a Rosenstein.

Es imposible negar que Donald J. Trump, presidente de Estados Unidos, sabe lo que hace en términos de comunicación. Se le puede acusar, con razón, de ser ignorante, insensible, racista, antifeminista, corrupto, infiel, vanidoso, megalomaníaco y muchas cosas más, pero lo que hace bien es diseminar una narrativa que, aunque falsa, a base de repetición constante, se vuelve verdad para grandes sectores de la población de su país.

Claro que no lo hace solo. Tiene a su disposición al aparato de comunicación de la Casa Blanca, a Fox News y, para sorpresa de algunos, un nutrido sector de republicanos en la Cámara de Representantes. Tiene además, a Rudy Giuliani, quien oficialmente opera en su equipo legal, pero que en realidad es pieza clave como publirrelacionista en jefe, apareciendo constantemente en los medios de comunicación para establecer, con mil contradicciones de por medio, el objetivo principal de Trump, que es lograr el descrédito de la investigación del fiscal especial, Robert Mueller, sobre los lazos de la campaña de Trump con Rusia.

Y no hay que engañarse, Trump está teniendo éxito. De unos meses para acá ha subido su aprobación, mientras que se incrementa el escepticismo sobre la investigación. Ya se perdió la cuenta de las veces que Trump ha tuiteado que se trata de una "cacería de brujas", que el FBI forma parte de un "complot" en su contra (¿les suena?), que hay una conspiración para deslegitimizar su presidencia y que el Departamento de Justicia opera en su contra.

Trump alega que no hay una sola prueba que demuestre colusión entre su equipo de campaña y Rusia, aunque Mueller ya ha presentado cargos contra su jefe de campaña Paul Manafort, su exasesor de seguridad nacional Michael Flynn, su asesor de política exterior George Papadopoulos y su subjefe de campaña y de transición Rick Gates. Estos últimos tres se declararon culpables y cooperan con la investigación. Además, hay cargos contra 13 ciudadanos y tres empresas rusas. Pero Trump sigue diciendo que no hay evidencia, y lo peor es que le creen.

La más reciente campaña trumpiana acusa al FBI de introducir a un espía en su campaña y, para aclararlo, exige al Departamento de Justicia que indague a los investigadores para comprobarlo. Esto ya raya en el absurdo.

Es claro que el presidente Trump se siente acorralado. Mueller ha entrevistado a docenas de personas de la administración y tiene los testimonios de quienes han cooperado. Y la investigación de Mueller es una tumba. Nadie sabe qué ha averiguado Mueller, ni qué pruebas tiene, porque no hay filtraciones de información. Esto es lo que desquicia a Trump, porque ante la incertidumbre, no sabe cómo defenderse. Es por eso que el republicano insiste en rendir su declaración ante Mueller contra todos los consejos de su equipo legal. Quiere saber qué tiene el fiscal.

Trump además, dada su vanidad, está seguro, en el fondo de su corazoncito, que su carisma personal y su capacidad de argumentación convencerán a Mueller de su inocencia. Nada más lejano. Para empezar, Trump es incapaz de ligar cinco frases sin decir una mentira, y eso lo hace vulnerable a cargos de perjurio. Mueller lo sabe. También sabe que Trump es de mecha corta. No se requiere de mucho para hacerlo perder los estribos, y ya enojado, es capaz de cualquier cosa; hasta de despedir en el acto a Mueller y los interrogadores. Y es que así tiene la conciencia.

Trump sabe que su única esperanza es lograr que se cierre la investigación, y para ello tomará medidas extremas, como despedir a Mueller y al subprocurador Rod Rosenstein. Si el Congreso se lo permite, y no hay consecuencias, quedará instalada una autocracia funcional en la Casa Blanca y, esa sí, sería la muerte del mítico sueño americano.

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