Javier Murillo

Por una Inteligencia Artificial que habilite a la humanidad

Para que la tecnología nos sea útil tiene que volvernos más sapiens. Empoderarnos. Ayudarnos a hacer esfuerzo físico e intelectual.

Ante una de las audiencias del Foro Económico Mundial (2017), Jack Ma --el fundador de Alibaba-- mueve las palabras con un énfasis lento y dice: "La Inteligencia Artificial (IA) debe facultar a la gente, no inhabilitarla".

En apenas 10 palabras, este magnate chino, cuya fortuna estuvo calculada hasta julio pasado en 44,000 millones de dólares, nos recordó los ideales del hombre del Renacimiento y puso el dedo en la llaga de la Era Digital: los avances de la IA ponen en peligro la esencia de la humanidad.

Si continuamos por este camino, quedarán atrás los valores que fundamentaron la ciencia y que se referían a mejorar la vida y empoderar a los humanos.

A partir del Renacimiento, las fuentes del conocimiento se ordenaron para crear una cultura en la que el ser humano era considerado el principio y el fin de las artes, las ciencias y toda actividad productiva.

Hoy, con la Inteligencia Artificial jugamos a que ésta nos reemplace como seres ejecutores y como seres pensantes.

Observemos cada uno de los objetos que nos rodean. Todo lo que tenemos ahora alguna vez fue ciencia. Nació como una teoría, se convirtió en experimento, luego en ciencia práctica, más tarde en tecnología. Derivó en herramienta de trabajo, en arte, en objeto de consumo o en un medio de curación: esta era la cadena de la evolución del conocimiento.

Hoy entendemos que estos eslabones han sido la clave de nuestra supervivencia como especie. Corporaciones y gobiernos invierten para que haya geeks contemplando el universo: saben que en algunos millones de años, antes de que el Sol se extinga, la humanidad, para subsistir, habrá tenido que mantenerse viva, ser interplanetaria y luego intergaláctica, hay que prepararnos desde ahora.

Pero hay una disrupción llamada IA, que de continuar por el camino de la independencia pondrá en jaque nuestra condición.

En "Wall-E" (Andrew Stanton, EU, 2008) podemos ver a una humanidad integrada por seres obesos, que usan plataformas flotantes para beber malteadas futuristas y vagar sin rumbo: bebés monstruosos atendidos por máquinas que piensan por ellos, les organizan la vida, les resuelven todo.

Metáfora perfecta de una IA fuera de control. Olvidemos, por un momento, los escenarios apocalípticos en los que humanoides y algoritmos nos hacen esclavos de su voluntad. Pensemos en la llegada de una Singularidad tersa (las máquinas pensando por sí mismas), en la que la IA nos convierte en su misión de vida: ella piensa por nosotros, actúa por nosotros, explora para nosotros.

Entonces sí, nos convertimos en los bebés aberrantes de Wall-E.

Para que la tecnología nos sea útil tiene que volvernos más sapiens. Empoderarnos. Ayudarnos a hacer esfuerzo físico e intelectual. Si entregamos esto a las máquinas, les repartimos, también, nuestro sentido de vida.

En el mismo discurso, Jack Ma dice que la IA siempre será superior: es como tratar de correr más rápido que un auto, asegura. De ahí que debamos someter su existencia para que sólo nos permita volvernos más fuertes.

Repitamos las palabras de Jack Ma: la IA, para que sirva, debe habilitar, capacitar y facultar a los seres humanos, no inhabilitarlos, eclipsarlos o incapacitarlos. Evitemos transferirles nuestro sentido de vida: un dilema profundo, que va mucho más allá de una visión apocalíptica.

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