Jacqueline Peschard

El PRI: la apuesta por la irrelevancia

El problema del PRI es la oscuridad con la que se hacen los acuerdos, dejando viva la sospecha de que detrás hay un pacto de impunidad.

Todavía no se tienen los resultados oficiales de la elección interna del PRI, pero el triunfo de Alejandro Moreno es un hecho, no sólo porque las encuestas previas le daban una ventaja de dos a uno sobre Ivonne Ortega, sino porque su candidatura responde a las prácticas y pulsiones más arraigadas en el partido que construyó el viejo régimen, de la mano del presidencialismo mexicano.

La candidatura de Alito es la expresión de la marca de origen del PRI: 1) un aparato de reclutamiento político basado en los recursos del Estado, hoy controlados por la dirigencia nacional y las 12 gubernaturas que están en sus manos; 2) una maquinaria de movilización electoral, fincada en el intercambio de favores, ajena a la participación libre de la militancia, y 3) un afán por el apego formal a las reglas escritas de selección de dirigentes y candidatos –hoy, consulta a las bases–, pero utilizando procedimientos ocultos de control vertical.

El padrón de militantes que sirvió de base para esta elección interna fue auditado por el INE, quien dictaminó que los seis millones 764 mil 615 ciudadanos en las listas del PRI sí están en el padrón electoral, pero de ahí a afirmar que este universo nada despreciable responde a una voluntad libre de afiliación y no es producto de la compra de voluntades, o peor aún, de una incorporación desconocida para las personas registradas, es cosa distinta. Las denuncias de que entre enero y junio el padrón de militantes creció desproporcionadamente en estados gobernados por el tricolor, habla de que persisten las viejas fórmulas para avalar un triunfo previamente determinado.

El PRI ha tenido siempre una obsesión por las grandes cifras, por concentraciones multitudinarias en respaldo de sus candidatos, y si en el pasado tales manifestaciones fueron una muestra simbólica de su capacidad movilizadora, hoy son la patética ratificación de su nostalgia por el pasado. El PRI decidió no sufragar los gastos de un proceso de renovación que fuera administrado por el INE, lo cual le habría dado un sello de imparcialidad frente a sus miembros y al público en general. Prefirió invertir en anquilosados mítines que no animan ni siquiera a los convocantes, ni suscitan interés alguno en la opinión pública.

Como bien dijera José Narro Robles al renunciar en junio pasado a su militancia y a su aspiración a dirigir al PRI, ofreciéndole su capital político y moral para reestructurarlo, lo que priva en el partido es "la simulación… con groseros indicios de injerencia del gobierno federal". Lo grave de esta acusación no es que la cúpula priista tienda puentes con el gobierno federal, si ello sirve para construir mejores políticas y programas. El problema es la oscuridad con la que se hacen los acuerdos, dejando viva la sospecha de que detrás hay un pacto de impunidad.

No sorprende que no haya cabida para voces de crítica interna, porque el PRI ha tenido siempre terror a la división; sin embargo, esta ya está en marcha, porque no ha sabido articular el rescate de sus activos para entrar en un proceso de saneamiento interno. Después de la debacle de 2018, la élite priista se aferra a figuras sobre las que pesan acusaciones graves de corrupción, mostrando que es incapaz de someterse a una fuerte autocrítica, indispensable para darle visión de futuro.

Mucho se ha dicho que la debacle del PRI no sólo lo afecta individualmente, sino que impacta negativamente al sistema de partidos, que se fragmentó a raíz del avasallamiento de Morena en 2018. Hasta ahora no se ha inventado una mejor manera de sustentar a un sistema democrático que por la vía de partidos políticos que representen la pluralidad de idearios y propuestas de una sociedad para animar y darle contenido a la deliberación pública. Lo que esta contienda del PRI nos ofrece es una ruta para su extinción, o en el mejor de los casos para que al arrimarse al poder gravite alrededor de Morena, quizás a imagen y semejanza del PT.

La crisis de los partidos tradicionales no es privativa de nuestro país, es una expresión del hartazgo de los ciudadanos hacia las élites políticas que no han sabido responder con eficacia y legitimidad a la demanda de tener sociedades más justas. El PRI tuvo una segunda oportunidad en 2012 y la dilapidó por su voracidad por el dinero. El PRI ha escogido el camino fácil de la irrelevancia.

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