Jacqueline Peschard

Acatar, pero no cumplir

La Ley General de Comunicación Social carece de controles y contrapesos para que la asignación de recursos públicos no se desvíe de sus objetivos.

La promulgación de la muy deficiente Ley General de Comunicación Social, el pasado 12 de mayo por el presidente de la República, es un claro ejemplo de cómo el Congreso pudo acatar, sin cumplir la sentencia de la SCJN. Al firmar y publicar el decreto de ley se completó el trayecto legislativo que comenzó en noviembre pasado, cuando la Corte mandató al Legislativo para que cumpliera la obligación constitucional de aprobar una ley reglamentaria sobre publicidad oficial a más tardar el 30 de abril de 2018. Empero, los contenidos de la legislación propuesta y apoyada por el PRI y el Partido Verde son contrarios al objetivo de garantizar que el gasto en comunicación social de los gobiernos sirva para informar a la población sobre las políticas de interés público, así como para frenar dos de las prácticas más nocivas asociadas a la forma como han usado los recursos en dicho rubro.

La nueva legislación está lejos de asegurar el ejercicio de la libertad de expresión y el derecho a la información, porque no atiende los problemas centrales que se deben evitar: 1) la promoción indebida del titular de una entidad pública, disfrazada de información sobre cierto programa de gobierno de interés para la población; y 2) el control indirecto sobre las políticas editoriales de los medios, al intercambiar compra de espacios publicitarios por noticias favorables a algún gobierno.

La ley sigue dejando amplios márgenes de discrecionalidad en la asignación de los gastos en publicidad; permite que se erogue mucho más de lo que se aprueba por el Congreso; no hay criterios para la distribución del dinero público entre los diferentes medios, y se mantiene en manos de la Segob y sus homólogos en las entidades federativas la administración y aprobación de las campañas publicitarias y el Padrón Nacional de Medios, que es la lista de los que podrán acceder a la compra de espacios de publicidad oficial. Dicho de otra manera, hay amplios espacios de arbitrariedad, con lo que se formaliza la práctica que ha caracterizado a la política de publicidad oficial hasta ahora.

Uno de los ejemplos más claros de la manera harto discrecional con la que se han manejado los recursos públicos en publicidad oficial es el gasto de la SEP durante 2017, que estaba programado en 70.6 millones de pesos y al final ascendió a mil 963 millones (datos tomados del periódico Reforma, 12-05-2018), lo cual es consistente con los estudios que han elaborado las organizaciones de la sociedad civil, Artículo 19 y Fundar, que dan cuenta de cómo los gobiernos gastan en publicidad con total discreción y opacidad y sin contrapeso alguno.

La Ley General de Comunicación Social ha sido criticada no sólo por organizaciones mexicanas, sino por instancias internacionales, como el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Jan Jarab, porque no reúne los estándares internacionales mínimos y porque refuerza el statu quo en que se encuentra actualmente la gestión de la publicidad oficial. Para Jarab, la ley no establece el principio de 'no discriminación' en la asignación de fondos públicos para propaganda oficial; deja espacios de discrecionalidad en la elaboración del Padrón Nacional de Medios; no introduce herramientas independientes de evaluación sobre la manera como se reparten los recursos, ya que es la propia Segob la que determina que lo que se difunde vía la publicidad oficial es de interés público, aunado a que sólo hay una definición genérica de las infracciones y de las sanciones que se pueden imponer por incumplir con la norma. En suma, es una ley que carece de controles y contrapesos para que la asignación de recursos públicos no se desvíe de sus objetivos.

La publicación de esta ley es una muestra de la determinación del gobierno y sus aliados de mantener viva una relación perversa entre medios de comunicación y el poder público, lo que choca con cualquier aspiración democrática de independencia entre ambos, en lugar de la reafirmación de intereses corporativos. Resulta obligado que en los próximos 30 días naturales la oposición en el Congreso (se requiere una tercera parte de los legisladores de cualquiera de las dos Cámaras) o la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos interponga una Acción de Inconstitucionalidad en contra de esta legislación, que es un ejemplo de complicidad entre poderes públicos y poderes fácticos.

COLUMNAS ANTERIORES

¿Por qué socavar la autoridad del TEPJF?
Primer balance de un 'nuevo régimen'

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.