Opinión

José Luis Martínez (2)

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Uno. Volábamos de Monterrey, donde asistimos a un homenaje Alfonsino más (infructuoso en términos de lectura, por los menos de Junta de Sombras, gran reportaje del mundo clásico), a la Ciudad de México (¡qué CDMX ni qué rábanos!).

Dos. Quebrantada su salud, en silla de ruedas don José Luis, se me pidió le hiciera compañía; en el Benito Juárez lo aguardarían para trasladarlo a su casa (casa-biblioteca). ¿Qué años? Bribón sexenio foxista.

Tres. Tiempo que se hace agua. Mucho más sabio, sagaz, de lo que solía externar el adusto estudioso, hechos y documentos, de Hernán Cortés.

Cuatro. Mientras esperábamos la señal de abordar, descubrí al secretario de Relaciones Exteriores, Ernesto Derbez, acompañado de una auxiliar, esperando el mismo vuelo. Sin que Martínez lo advirtiera, juzgué oportuno informarle a Derbez que viajaría con una figura que era de nuestra cultura y nuestra diplomacia. Cara desdeñosa, de palo, ignorante. Algo así como: "¿Ah sí, no me diga?"

Cinco. En el México que se nos fue, chapado a las formas, el Canciller se hubiera puesto de pie para saludar, gesto republicano, al célebre intelectual. Embajador en Grecia y Perú, atado a su silla de ruedas. ¡Qué va! ¿"Gabinetazo" el de Fox? De quinta.

Seis. Otro episodio, este luminoso. Belem Clark y yo trasladamos a José Luis Martínez, como lo haríamos más adelante con Javier Garciadiego, a la Ciudad de los Libros (y revistas y folletos), que
mi tocayo Tola de Habich había levantado en Santa María Tlahuapan, Puebla (zona, no está de más decirlo, hoy por hoy de gran prosperidad huachicolera).

Siete. Memorable, por todos sus flancos, el encuentro entre dos de los grandes conocedores (y bibliófilos) de esa literatura patria del XIX aún represa (reprimida), sobre todo, en la prensa de la época. Lo de reprimida no es palabra al viento. Corre el rumor de que Octavio Paz, por ejemplo, declaró a nuestras letras decimonónicas inexistentes. Lo indudable es que no pocos de sus incondicionales han actuado en obsequio del dictum.

Ocho. Una de las víctimas de esta barbarie, fue justamente Tola de Habich, a cuya formidable colección La Matraca, exhumación de las letras mexicanas del siglo XIX (proyecto, ojo, de difusión, no de investigación), le fue denegado, en la SEP, un apoyo ya acordado bajo el argumento de tan insostenible tesis. ¡Dioses!

Nueve. Quienes lo atestiguamos, asistimos, en Tlahuapan, al encuentro de dos monstruos del conocimiento, el rastreo, la información en sus fuentes, el coleccionismo.

Diez. Salió a cuento, aquel ejercicio de pedantería positivista porfiriana, aplicada a la parte femenina por antonomasia. ¿Poseía Tola un ejemplar? Sí. Lo buscó y encontró y lo obsequió a Martínez.

Once. Es de esperarse que la recordación de Martínez, en este centenario de su nacimiento, no quede en burocrática agua de borrajas. Que se prosigan los trabajos, las revisiones, de alguien que, en seguimiento de Alfonso Reyes, fue capaz de pensar la literatura y la cultura patrias.

Doce. Que se abunde, en los medios académicos y periodísticos, en sus líneas de investigación, tan maravillosamente marcadas por el contexto social; y su rescate facsimilar de revistas, piezas clave
del existir literario.

Trece. Algo semejante, y no es por presumir, a lo que un grupo de amigos de Luis Mario Schneider, hacemos año con año, reflexionando (reflexión crítica) sobre los asuntos que desvelaron a un auténtico Descubridor, Adelantado (y, por qué no, Encomendero) de las patrias letras.

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