Ezra Shabot

Memoria histórica

Tratar de borrar el pasado retirando placas alusivas a personajes cuestionados por el juicio histórico no ayuda a comprender lo sucedido; por el contrario, elimina el testimonio.

Toda sociedad requiere voltear al pasado para sustentar sus mitos, cerrar sus heridas y seguir adelante tomando en cuenta que lo ocurrido con anterioridad le permite diseñar proyectos de presente y futuro que no repitan errores del pasado que le costaron caro a los miembros de su grupo. La concepción del perdón como actitud indispensable para una reconciliación nacional, sólo es posible en la medida en que exista el reconocimiento público de aquellos que ocasionaron el daño y por el cual tuvieron que pagar con condenas legales o sociales que permitan ajustar las cuentas con el pasado.

Es lo que pasó con Alemania en su reconstrucción después del nazismo, y en la zona oriental de este país con la desaparición del estalinismo encarnado en la llamada República Democrática Alemana. Cuando una sociedad enfrenta esta realidad y asume como propia la responsabilidad por lo ocurrido, es entonces cuando puede llevar a cabo procesos de reconciliación nacional que encuentren un punto de compromiso entre el perdón y el recuerdo, pero jamás en el olvido.

Tratar de borrar el pasado retirando placas alusivas a lo hecho por personajes cuestionados por el juicio histórico, como las de Díaz Ordaz, no ayuda a comprender lo sucedido y, por el contrario, elimina el testimonio fiel de lo ocurrido en esa época. Por supuesto que cambiar los nombres de calles que fueron producto del servilismo y el culto a la autoridad presidencial o estatal es totalmente válido, en la medida en que modifica decisiones inaceptables para un régimen democrático. Los alemanes destruyeron el Muro de Berlín, pero recrearon en esa zona museos y símbolos recordatorios del totalitarismo estalinista, al igual que el de su gemelo nazi surgido de las entrañas de la sociedad germana.

Pero pretender el perdón por parte de una sociedad profundamente lastimada como la mexicana, producto de más de dos décadas de violencia criminal no contenida por las autoridades, es francamente imposible. No se resuelve con borrones de cuenta y un nuevo comienzo. Las bandas del crimen organizado siguen asolando a amplios sectores de la sociedad, y su contención no será producto de amnistías selectivas ni procesos de reconciliación entre victimarios y víctimas.

En todo caso la construcción de un Estado de derecho sólido y con procuración de justicia expedita, es el primer paso para derrotar a los bandidos y brindar a la sociedad la protección que requiere por parte de sus gobernantes. Cuando jueces de todo tipo liberan a delincuentes confesos bajo el argumento de violaciones al debido proceso, o por la ausencia de acusaciones bien fundadas por parte de los ministerios públicos, como lo sucedido con miembros de Guerreros Unidos en el caso Iguala, la perversión de la justicia termina por convencer a los ciudadanos de que este país no tiene viabilidad alguna en lo concerniente a la protección de sus habitantes.

El enojo y la furia de las víctimas es totalmente justificado, y la creación de escenarios ficticios que confunden una y otra vez a los involucrados en estos terribles actos de barbarie criminal, sólo hablan de la fuerza que poseen los malosos en términos políticos y económicos, al grado de conseguir hacer de un hecho comprobado una falsedad permanente. El objetivo es claro: que la confusión provocada por imposibilidad de conocer los hechos reales beneficie la impunidad, y así la impartición de justicia se vuelve un objetivo inalcanzable.

La memoria histórica no es una sola. Las interpretaciones sobre lo ocurrido en determinado lugar y tiempo varían de acuerdo con la perspectiva e interés del investigador. Lo que no se puede falsear son los hechos comprobados como ocurridos, los cuales deben servir de base para cualquier análisis. En eso radica la objetividad.

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