Ezra Shabot

Los responsables

Peña, Anaya, Mancera y otros más son cada uno de ellos en mayor o menor medida causantes de la debacle de julio pasado.

Una de las características de los políticos derrotados es decir: "Asumo la responsabilidad de lo ocurrido". Pero la pregunta es: ¿qué implica esa declaración en términos prácticos? En ocasiones es la renuncia al cargo y el alejamiento de la vida pública, aunque en otras es la simple expresión de que es él y sólo él quien toma las decisiones y las ejecuta según su conciencia y voluntad. Así lo hizo Díaz Ordaz al referirse a la represión del movimiento estudiantil de 1968, en un intento por justificar el autoritarismo de su régimen; a diferencia de un José López Portillo, que ante la catástrofe económica de 1982 provocada por sus errores y abusos, se hacía "responsable del timón pero no de la tormenta", en un acto histórico de cobardía.

Hoy, el sistema político mexicano en su conjunto está destrozado. Un movimiento popular comandado por un líder carismático arrasó con un esquema de partidos políticos, que se unieron para realizar las reformas estructurales más profundas en la historia moderna de México y que, habiendo tenido éxito en su cometido, terminaron destrozándose interna y externamente ante una sociedad a la que no pudieron comunicarle la importancia de los cambios realizados. En ello hay responsables jerárquicamente situados, desde Peña Nieto hasta los presidentes municipales cooptados por el crimen organizado y cómplices de grandes masacres hoy todavía sin investigar.

Pero la gran responsabilidad está en las cabezas que mantenían al sistema funcionando. Los temas de corrupción e inseguridad fueron contaminando poco a poco los espacios del sistema en conjunto. Con los priistas a la cabeza, los panistas y perredistas se enlazaron en una especie de reparto de posiciones que suponía un nuevo equilibrio de poderes sin ruptura alguna. La elección de 2016, donde el PRI pierde las gubernaturas de Chihuahua, Veracruz y Quintana Roo, permite descubrir el saqueo que en esas entidades realizaron los gobernadores tricolores con la complacencia, al menos, del gobierno federal, lo que llevó a una confrontación directa entre los entonces aliados panistas y perredistas y el gobierno de Peña.

De ahí en adelante la historia es conocida. El derrumbe de los aparatos de seguridad y los escándalos de corrupción produjeron, entre otras cosas, un choque directo entre los antiguos aliados del Pacto por México. El grupo comandado por Anaya se enfrenta al PRI y su estructura en una guerra civil donde ambos perdieron. Peña, Anaya, Mancera y otros más son cada uno de ellos en mayor o menor medida causantes de la debacle de julio pasado.

López Obrador vio pasar ante sus ojos el cadáver del sistema, e inteligentemente no se contaminó con él, logrando así el apoyo popular que requería. Hace tiempo decíamos que sólo el PRI podía desmontar su propio aparato corporativo para sustituirlo por uno democrático. No sólo no lo hizo, sino que propició su reconstrucción a manos de sus disidentes y con ello su casi desaparición como instituto político, en algo similar a lo que sucedió a Gorbachov con la URSS. A éste se le acabó el país, y al PRI le quitaron la ideología y el cascarón para quedarse con nada.

Peña Nieto es el responsable mayor de dos cosas: de la aprobación y puesta en práctica de las reformas más profundas y modernizadoras que ha tenido México, pero también de propiciar la llegada al poder de aquellos dispuestos a revertir los avances logrados y la visión globalizadora y liberal de una economía dispuesta a abrirse e integrarse. De la muerte del PRI y de su reencarnación en Morena como partido de un caudillo convencido del nacionalismo revolucionario como doctrina. De todo ello, el hoy todavía presidente deberá asumir su responsabilidad de una u otra forma.

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