Ezra Shabot

La purificación

No existe una ruta viable para la convivencia de la política como ejercicio del poder y la santidad de los políticos, y tampoco se resuelve con un rito religioso.

Durante la toma de posesión de López Obrador como presidente de la República, el primer mandatario hizo alusión en varias ocasiones a la necesidad de purificar la vida pública del país. En su visión profundamente religiosa, Andrés Manuel insistió en el deber que tiene de rescatar al país de la oscura etapa del neoliberalismo que duró 36 años, desde Miguel de la Madrid hasta Enrique Peña Nieto. La etapa del desarrollo estabilizador es considerada como una época dorada, haciendo abstracción del carácter autoritario de esos años durante el período del nacionalismo revolucionario y del partido único.

Su misión radica entonces, en la profunda convicción de que la voluntad de un hombre honesto y puro puede revivir ese momento de crecimiento económico, que fue manchado por los errores de Echeverría y López Portillo y que derivó en el ascenso de un régimen corrupto –como si el anterior no lo fuera– por su carácter neoliberal, que implica la sujeción a los mercados internacionales, la concentración de la riqueza en manos del gran capital y la construcción de una ética política perversa y destructiva. Es por ello que la necesidad de purificar la política se vuelve en López Obrador una condición indispensable para reconstruir el país.

Así, antes de dirigirse al pueblo en el Zócalo capitalino, pasó por un proceso purificador en manos de los representantes del sincretismo indígena-cristiano para poder expresarse sin mácula alguna ante la masa de seguidores incondicionales. Es esta contradicción entre la política como ejercicio del poder y la santidad de la honestidad, que se resuelve con un rito religioso y el compromiso de ser leal a ideales sobre los cuales no existe una ruta viable para obtenerlos. Es esta dualidad la que le permitió agradecer a Peña Nieto por no entorpecer su llegada al poder, al mismo tiempo que lo acusaba de ser parte de ese clan de corruptos y malvados que llevaron al país a la ruina.

Es este pensamiento simplista y entendible para el ciudadano común, lo que le permitió al tabasqueño arrasar en la elección de julio y que hoy le da la posibilidad de argumentar en esa lógica maniquea sin encontrar resistencia alguna en sus filas. Pero la realidad compleja que vivimos día a día no se resuelve con la receta de los buenos eliminando a los malos, ni mucho menos a través de análisis basados en datos inconsistentes y sin sostén alguno. México no está en quiebra ni el crecimiento del 2.0 por ciento promedio de los últimos años indica una economía sin bríos ni rumbo.

En todo caso, este número refleja la enorme disparidad existente entre las entidades del centro-norte del país y las del sur-sureste, en donde las primeras crecen en promedio por encima del 5.0 por ciento y las segundas están incluso en cifras negativas. Suponer que refinerías o trenes conseguirán por sí solos acortar las diferencias entre el atraso sureño y la prosperidad norteña, es desconocer en la práctica el entramado caciquil que impide a grandes núcleos de población ascender en la escala social en medio de la corrupción y el control social que no desaparecerá por órdenes presidenciales.

La política como lucha de poderes y acuerdos entre los mismos, no es compatible con posturas de pureza y santidad inexistentes en los seres humanos. Acciones de purificación terminan en el descabezamiento de instituciones y en la construcción de regímenes autoritarios y excluyentes, en donde no hay lugar para los disidentes y herejes. La democracia requiere de políticos sensatos capaces de conciliar y de presentar opciones de gobierno realistas con viabilidad de llevarse a cabo. El sueño del retorno al pasado es tan irreal como la existencia de políticos puros e impolutos.

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