Ezra Shabot

La debacle

Los oportunistas del PRI, PAN y PRD leyeron muy bien la tendencia que traía AMLO y se fueron uniendo sin pudor alguno a la opción ganadora.

Cuando en 2012 la clase política mexicana en su conjunto acordó el llamado Pacto por México, priistas, panistas y perredistas se unieron en un proyecto común destinado a modernizar al país en la economía y en la construcción de un modelo educativo y de control de los órganos de gobierno por la vía de instituciones impulsoras de la transparencia y la rendición de cuentas. Así, hasta 2015, la trayectoria del país apuntaba a un proceso de transformación lento, pero en dirección clara hacia la integración con los mercados mundiales y la apertura económica.

Las debilidades relacionadas con la falta de un Estado de derecho sólido y eficaz dejaron de existir únicamente cuando se referían a los acuerdos establecidos dentro del TLCAN y legislaciones en materia energética producto de la reforma. El resto del país siguió viviendo en el marco de la impunidad, la corrupción rampante y la falta de seguridad. Esto hizo crisis a partir de 2015, cuando un segmento de la clase política se dedicó a cobrar de forma escandalosa los servicios prestados en el ejercicio del poder. La alternancia en Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo, destaparon la cloaca, y la acción de algunos medios dieron cuenta de la gravedad de los hechos.

El desencuentro en la elección del Estado de México entre priistas y panistas se produjo cuando los primeros descalificaron a la candidata de los segundos con acusaciones familiares falsas, y generaron el apoyo de panistas a candidatos que podían dañar al PRI. La lucha por el poder dentro de Acción Nacional entre calderonistas y anayistas, y la conformación del Frente con el PRD, fue el momento de la ruptura institucional entre la clase política constructora del Pacto por México. A partir de ahí el pleito evolucionó a las amenazas personales. Llevar a Peña Nieto a la cárcel o acusar a Anaya de lavado de dinero. El enojo social por la inseguridad y la corrupción fue paulatinamente fortaleciendo la candidatura de López Obrador y transfiriendo los activos electorales de panistas y priistas a Morena.

Los oportunistas de esos partidos leyeron muy bien la tendencia y se fueron uniendo sin pudor alguno a la opción ganadora. Para cuando los tricolores se dieron cuenta de este proceso y trajeron como bombero a René Juárez, el PRI estaba ya muerto y sus bases sociales eran parte de Morena. En ese momento ya no había forma de bajar a AMLO. Podían acusarlo de cualquier cosa y demostrar que Morena tenía como candidatos a delincuentes, y sin embargo la combinación de descalificaciones entre priistas y panistas, más la adjudicación de la responsabilidad por corrupción e inseguridad a estos dos partidos, hacían imposible cambiar la intención de voto de la mayoría de los mexicanos.

Regresamos así al carro completo del nuevo PRI, encarnado en Morena y sus aliados, con el compromiso de resolver de manera casi inmediata los temas centrales de la elección. El liderazgo de un presidente que podría alcanzar la mayoría calificada para realizar cambios a la Constitución Política del país, genera temores con respecto a los alcances reales de poder del Ejecutivo federal, y el papel testimonial que adquiere la oposición en estas condiciones.

En este escenario, donde la clase política de 2012 fue arrasada, Andrés Manuel López Obrador está en condiciones de decidir libremente qué quiere hacer con el país, al menos en el corto plazo. Desde la radicalidad de los cambios para intentar hacer del Estado el ente rector de la economía, hasta la sorpresa que sería ver un reacomodo presupuestal sin fantasías ni promesas incumplibles, pero racionalmente redistribuidor del ingreso y con una reforma fiscal indispensable para garantizar la viabilidad económica de su gobierno. Esta es la disyuntiva para un poder casi absoluto.

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