Eduardo Guerrero Gutierrez

Una guerra civil en el campo

La extorsión en su modalidad de 'cobro de cuota' es el delito que supone un mayor riesgo, porque es el único que permite al crimen organizado instalarse en todo el territorio.

En el verano de 2008, la violencia criminal, que hasta entonces era un fenómeno relativamente moderado en México (al menos en un sentido estadístico), comenzó a crecer aceleradamente. Una década después las ejecuciones, las masacres, los enfrentamientos armados y las imágenes de horror siguen dominando los noticiarios y los encabezados de los periódicos. Pareciera que, aunque las cosas están mucho peor, el problema sigue siendo más o menos el mismo. Sin embargo, tras la aparente continuidad de la violencia se esconde una transformación profunda del mundo criminal mexicano. Los poderosos cárteles a los que se enfrentó el gobierno de Calderón son historia. El Cártel del Golfo, la organización de Los Beltrán Leyva, Los Zetas, Los Caballeros Templarios y hasta el Cártel de Sinaloa se han fragmentado. Algunas de sus facciones siguen operando y siguen traficando drogas a Estados Unidos. Sin embargo, estas agrupaciones han dejado de ser las protagonistas.

En los primeros años de la crisis de violencia formé parte de un grupo de expertos que el propio gobierno estableció para analizar las seis 'guerras' criminales que generaban el grueso de la violencia en el país (el grupo se disolvió en buena medida por la negativa de algunos funcionarios a escuchar que la estrategia de seguridad, lejos de solucionar el problema, generaba efectos perversos). Hoy sería francamente inútil intentar contabilizar los conflictos criminales que generan homicidios y otros incidentes de violencia de alto impacto.

Junto con la fragmentación de los cárteles en organizaciones más pequeñas, también hubo un cambio en la geografía de la violencia. En 2008 hubo seis mil 800 ejecuciones. Más de 40 por ciento ocurrieron en cuatro municipios del norte: Ciudad Juárez, Tijuana, la Ciudad de Chihuahua y Culiacán. En contraste, el año pasado se registraron 20 mil 800 ejecuciones. De éstas, sólo 14 por ciento se concentraron en los cuatro municipios más violentos del país.

Uno de los factores más peculiares de los conflictos criminales mexicanos durante el sexenio de Calderón fue precisamente que éstos ocurrieron en algunas de las ciudades más desarrolladas del país. Las epidemias de violencia e inseguridad en Ciudad Juárez, en Tijuana –y más tarde en Monterrey– implicaron un enorme desafío social y político para el gobierno. Sin embargo, al tratarse de un fenómeno acotado en términos geográficos, eventualmente fue posible contener las epidemias.

Quien llegue a Los Pinos en diciembre hará frente a un panorama mucho más complejo: la violencia en el ámbito rural. La semana pasada, la Asociación Nacional de Empresas Comercializadoras de Productores del Campo (ANEC) difundió algunas cifras sobre las afectaciones que el crimen organizado tiene sobre el sector agropecuario. De acuerdo con una estimación 'conservadora' de la ANEC, entre 25 y 30 por ciento de las actividades del sector se ven afectadas. Se trata del sigiloso surgimiento de mafias dedicadas al cobro masivo de cuotas en regiones muy amplias del país. Estas mafias son células armadas que pueden ser relativamente pequeñas, pero que tienen la capacidad para intimidar y corromper a las autoridades locales, para luego imponer cuotas a toda la población. De acuerdo con la ANEC, algunos ejemplos de estas cuotas incluyen 120 pesos al mes por hectárea de cultivo y mil pesos por hectárea de maíz cosechada (sabemos, sin embargo, que también hay cuotas para los ganaderos, para los cítricos y el aguacate, entre otros productos). Las víctimas son productores dispersos por todo el país que no tienen ni la visibilidad ni la capacidad de presión política que tienen las clases medias y las cámaras empresariales en zonas urbanas.

Desde hace años he insistido sobre la urgencia de priorizar el combate a la extorsión en su modalidad de 'cobro de cuota'. Este delito es el que supone un mayor riesgo, porque es el único que permite al crimen organizado instalarse en todo el territorio (no hace falta que pase un ducto de Pemex o que haya un puerto o una aduana útil para el tráfico de drogas, ni siquiera un mercado con alto poder adquisitivo).

Desafortunadamente, el abandono del campo y el paramilitarismo suelen ser las únicas alternativas para las comunidades rurales frente a la violencia del crimen organizado y las mafias.

En este contexto, muy probablemente veamos en los próximos años la multiplicación de grupos de autodefensa como los que fueron liderados en Michoacán por el doctor Mireles, o bien de policías comunitarias como la que Nestora Salgado encabezaba en Olinalá, Guerrero. También es probable que veamos un creciente desplazamiento forzado de familias y de comunidades enteras.

De esta forma, la violencia en México pierde de forma gradual su carácter sui generis y aumentan las similitudes con la situación que por décadas vivió Colombia, y que es la norma en muchos países africanos. Con amplias regiones del territorio dominadas por criminales, paramilitares y otros grupos armados ilegales, nos acercamos a una situación que bien se puede describir como una guerra civil de baja intensidad.

COLUMNAS ANTERIORES

Criminales se reparten Guerrero con mediación de la Iglesia; el gobierno asiente y la violencia disminuye
¿Cuál debe ser el nuevo trato con las Fuerzas Armadas?

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.