Edna Jaime

Una profecía que se autorrealiza

 

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A principios de su sexenio, el presidente Enrique Peña Nieto había anunciado la (re)creación de una gran Secretaría de Gobernación. Ésta tuvo entonces que absorber a la Secretaría de Seguridad Pública federal. Casi simultáneamente se lanzó el proyecto de creación de la Gendarmería, como respuesta al proyecto de la Policía Federal de su antecesor. El objetivo era seguir profesionalizando y centralizando la seguridad pública nacional, así como dejar en claro el afán de innovar respecto al proyecto calderonista de Policía Federal.

A fin de sexenio, el mandato del presidente Peña Nieto se cierra con cifras de violencia por las nubes. La Gendarmería no se instaló de acuerdo con los planes originales y, como la inmensa mayoría de las iniciativas de seguridad, su implementación tampoco fue evaluada.

Peor aún, el sexenio se cierra con el símbolo de la Ley de Seguridad Interior (LSI), en la que los esfuerzos parlamentarios y ejecutivos para su adopción, contrastan tristemente con la ausencia casi total de estrategias para fortalecer a las instancias civiles en materia de seguridad.

El debate público acerca de la pertinencia, del peligro, e incluso de la constitucionalidad de la Ley de Seguridad Interior, llena las columnas de esta semana. Sin embargo, podemos todavía agregar un tema a la reflexión política, estratégica e institucional que ha provocado el movimiento legislativo: la diferencia entre la seguridad interior, la seguridad pública y la seguridad nacional. Como lo han mencionado diversos analistas, la LSI termina mezclando los tres conceptos, consagrando así la militarización de facto en la que México vive desde hace algunos años.

Las diferencias entre los tres ejes no son únicamente semánticas. La seguridad pública es casi sinónimo de la seguridad interior. Ambas se deberían diferenciar de la seguridad nacional. Las primeras designan la protección de los ciudadanos y del territorio nacional frente a problemáticas internas. La seguridad nacional se refiere a la protección del país frente a amenazas externas. La gran diferencia entre las vertientes es simple y crucial a la vez: la seguridad interna es tarea de la policía; la seguridad nacional del Ejército.

En México, la división entre ambas no existe desde ya varias décadas. Se pueden citar campañas militares en el territorio nacional en los años cincuenta, en Michoacán, por ejemplo, así como durante las décadas siguientes en Guerrero, y muchos ejemplos más de militarización implementada con la justificación de la lucha contrainsurgente.

El uso de las Fuerzas Armadas en el territorio nacional no es una excepción mexicana, ni mucho menos. Brasil lo hizo hace tiempo. Francia, para citar un ejemplo muy reciente, también ha desplegado a miles de militares en su territorio con el fin de patrullar en contra de la amenaza terrorista.

Sin embargo, en el contexto mexicano, la magia política de lo que se conoce como guerra contra el narcotráfico es haber logrado romper cualquier necesidad de justificación para la militarización del país, así como la escalada hacia más Ejército, más operaciones militares y más armamento en contra de un enemigo que parece inmenso, borroso y todo poderoso: el "crimen organizado".

Así, más allá del blitz legislativo para imponer la LSI a pocos meses del fin de sexenio, México vive inmerso dentro de una profecía autorrealizada que impide cualquier debate: la violencia de los grupos criminales crece, entonces debe ser atendida por más militarización, ésta última provocando más violencia (o por lo menos no conteniéndola), justificando así más militarización y así sucesivamente.

Resultará crucial que la próxima administración asuma una reflexión acerca de la seguridad, que restablezca la dicotomía entre seguridad pública y seguridad nacional. Que ponga la agenda de seguridad en manos civiles, no castrenses. Que refuerce a las policías de los tres niveles de gobierno con el mismo vigor que financia, capacita, arma y defiende a las Fuerzas Armadas.

Esto permitirá diseñar una estrategia de seguridad que integre algo más que puras medidas de reacción. La coerción, la militarización y la violencia pública no pueden seguir siendo el único tríptico de respuesta gubernamental frente a la crisis de violencia que conoce el país.

* La autora es directora de México Evalúa.

Twitter: @EdnaJaime

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