Edna Jaime

De la voluntad del gobernante, a la captura de las instituciones

En materia de instituciones, debemos construir los contrapesos para evitar que se cruce la línea entre su conducción legítima y el utilizar el poder de forma discrecional.

En México el abuso del poder se ha potenciado, en lugar de contenerse. La evolución política del país ha tomado un cauce que no anticipábamos. En nuestro imaginario colectivo, supusimos que la competencia electoral sería suficiente para mantener a los políticos a raya. Que nuestra cita periódica con las urnas sería el mecanismo para premiar o castigar al gobernante y, en consecuencia, darle los incentivos para una conducta moderada, inclinada al buen desempeño.

La realidad es otra.

De la voluntad del gobernante a la captura del Estado para fines particulares hay una frontera invisible que se rebasa a discreción y sin consecuencia. Y precisamente hoy estamos en ese debate. Cómo construir instituciones que limiten al poder y no sean usadas por éste.

Esa es precisamente la lógica de las reformas que se han impulsado con mayor determinación en este sexenio. Como su epicentro está la que atañe a la persecución penal.

La Procuraduría General de la República (PGR), cuya naturaleza ha evolucionado en la norma hacia una eminente autonomía, es un caso paradigmático que ilustra la lucha de la sociedad por evitar la captura de la institución por parte de un gobierno que no resiste la tentación de ponerla al servicio de una estrategia política inescrupulosa.

La Constitución y la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal concebían al procurador como el abogado del Ejecutivo y subordinado jerárquico del presidente. Supongo que quienes plantearon su autonomía en el paquete legislativo que se aprobó en 2014, bajo la etiqueta de reforma política, consideraron que mantener vigente el estado de cosas implicaba dejar en manos del Ejecutivo a un instrumento muy potente de control político. El signo más evidente de un enclave del viejo régimen en nuestra imperfecta democracia. Como resultado, desde febrero de 2014 los mexicanos tenemos el derecho de contar con una Fiscalía General de la República, capaz de investigar con justicia e imparcialidad, sin estar subordinada directamente a una persona o un grupo en el poder.

En marzo de 2018, después de cuatro años, esa Fiscalía no existe.

Desde octubre de 2017 que renunció Raúl Cervantes, ni siquiera hay un titular en la Procuraduría debidamente nombrado. En la coyuntura actual hay un limbo entre el marco jurídico anterior, impregnado de autoritarismo, y el nuevo que se resiste a nacer. El Ministerio Público hoy, con un encargado de despacho, es más vulnerable que nunca a cualquier instrucción del Ejecutivo.

Mientras tanto, la todavía Procuraduría del Ejecutivo actúa de forma facciosa. Una tarde destituye a un fiscal para la atención a delitos electorales por considerar que revela información vinculada a un escándalo internacional de corrupción, y otro día, de modo propio, revela conversaciones de ciudadanos ejerciendo su derecho a la legítima defensa. Un día persigue con descaro a un candidato a la presidencia y al otro se resiste a detonar investigaciones, a pesar de los indicios que inculpan a secretarios de Estado. Supongo que hay verdad en el dicho de que las cosas tienen que ponerse peor para luego mejorar.

Pero también, como nunca antes, grupos de la sociedad civil mexicana, de académicos y de empresarios, asumimos como propio el planteamiento que exigen de forma inmediata las reformas legales que le den vida a una Fiscalía General de la República, independiente de los partidos políticos y del grupo en el poder.

Todo régimen autoritario se caracteriza por la captura de las instancias de investigación y persecución penal para acosar a los enemigos y proteger a los amigos. Es por eso que, en una Fiscalía General de la República, con un fiscal General autónomo, está la pauta de un cambio sustancial.

En su estado actual, la PGR puede integrar averiguaciones que inculpen a cualquiera de lo que sea, puede hacer que se le suspendan los derechos políticos a cualquiera, puede distorsionar por completo el rumbo de la democracia.

Debemos construir los contrapesos para evitar que se cruce la línea entre la conducción legítima de las instituciones y el utilizar su poder de forma discrecional para satisfacer intereses personales o de grupo, en perjuicio de los mexicanos.

Por cierto, ¿cuáles son las posturas de los candidatos en este tema? Es imperativo saberlo.

COLUMNAS ANTERIORES

Hay lugar para pensar
Militarismo o sociedad abierta

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.