Dolores Padierna

Qué votamos el 1 de julio

La autora considera que lo que está en juego es el modelo de país que queremos y el futuro de México.

Con una infinita arrogancia que se funda en el desconocimiento del país, los tecnócratas de Los Pinos decidieron que el desprestigio estaba en la marca: que bastaba lanzar un candidato que no estuviese afiliado al PRI para que ese ciudadano –honesto a más no poder e "intelectualmente formidable"– cargara sobre sus hombros, mientras se diluía, el desprestigio del partido en el gobierno.

Los soberbios de Palacio Nacional no quisieron leer las cifras que han marcado el sexenio de Enrique Peña Nieto, al menos desde que comenzó su segunda mitad: ocho de cada diez ciudadanos rechazan su presidencia y la inmensa mayoría desea un cambio.

Atado a sus hacedores, el candidato oficial nunca pudo deslindarse del gobierno actual. Ni siquiera lo intentó, quizá sabedor de que una crítica, así fuera tímida, le resultaría a la postre un autogol, toda vez que José Antonio Meade fue una de las estrellas del peñanietismo (recientemente la prensa ha recordado su participación, como botón de muestra, en las millonarias pérdidas que una planta concesionada a una filial de Odebrecht causó a Pemex).

El PRI hizo campaña como si no estuviera en el gobierno. En medio del estruendo de la lid electoral, los medios no dejaron de difundir noticias sobre los escándalos de corrupción de este gobierno, los viejos y los que van apareciendo cada día porque, si a algo nos acostumbró el sexenio del regreso del PRI, fue a recetarnos historias de corruptelas a mayor velocidad que nunca.

Sólo en los días recientes, los medios han dado cuenta de casos como el despido de la funcionaria que indagaba la llamada "Estafa Maestra", y de los contratos otorgados a empresas familiares por el titular de la Sedesol. La marca de la casa en la despedida.

Frente a ese panorama, las arengas de Meade en sus mítines ("yo mero sí combatiré la corrupción") suenan a las promesas de un niño malcriado que jura no volver a lanzar piedras a los pájaros.

Por todo lo anterior, cuando los ciudadanos emitan su voto el próximo domingo 1 de julio, no han de pensar en los méritos académicos del ciudadano Meade, sino en la estela de corrupción, en los enormes huecos que el gobierno de Peña dejará a su sucesor: una deuda que creció a paso veloz, hospitales que nunca se construyeron, carreteras que se deshacen en la primera lluvia, contratos que destruyen a Pemex para favorecer a los particulares, y un largo etcétera.

En materia de seguridad pública las cosas van de peor en peor. El incremento en asaltos y robos al transporte se ha disparado. Las denuncias de los afectados no han encontrado ninguna respuesta del gobierno. Los números de homicidios hace tiempo rebasaron el sangriento sexenio de Calderón.

Ese desastre es el paisaje de la elección.

Por eso decimos que lo que se juega el 1 de julio, no es si tal o cual candidato sube en las encuestas. Lo que está en juego es el modelo de país que queremos, el futuro de la nación.

Tenemos, de un lado, un modelo probado por dos partidos en el poder, un modelo que perpetua la desigualdad y normaliza la violencia. En el otro bloque histórico estamos quienes apostamos por un desarrollo cifrado en el crecimiento del mercado interno, en la preminencia de lo público sobre lo privado y en la realizable reducción de la desigualdad.

Los pactistas (del Pacto por México) deslizan ahora la absurda versión de un pacto entre López Obrador y Peña Nieto. Heridos en su ego, los que se creyeron inigualables estrategas electorales se dan frentazos cada vez que examinan una nueva encuesta.

En diciembre tendremos un presidente de la República que encarnará como nunca los anhelos nacionales. Y un poco antes, a partir de septiembre, cuando se instale la nueva legislatura, un Congreso que volverá a ser el espacio de la democracia. Es lo sano democráticamente. El Pacto por México, una anomalía de cúpulas necesitadas de oxígeno, será un mal recuerdo.

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