Rotoscopio

'Succession': Pobres niños ricos

Para Daniel Krauze, 'Succession' no es una versión neoyorquina de 'Los ricos también lloran' pero sí la antifábula del sueño americano.

La televisión es un vehículo inmejorable para fabricar historias aspiracionales, desde reality shows donde el espectador observa cómo viven los ricos y famosos hasta series de televisión que nos atrapan al mostrar vidas llenas de lujo. Es raro el programa que se atreve a ver a la clase alta con escarnio o con una mirada netamente crítica. Billions, por ejemplo, es una serie bien escrita que, sin embargo, coloca el estilo de vida de sus personajes en un pedestal: vean nomás cómo gastan, cómo viajan, lo que comen y beben. Esta mirada acrítica le impide alcanzar la complejidad de The Sopranos, una serie que muestra el desbalance entre el éxito y la satisfacción mejor que ninguna otra. Succession, estrenada hace unos meses por HBO, es el reverso de Billions. Si bien ambas ocurren en la misma ciudad y las mismas esferas, Succession se enfoca en una familia de millonarios patéticos. Es una rareza que una serie sobre un grupo de individuos privilegiados no redunde en una narrativa aspiracional. Lo que menos queremos es pertenecer al clan Roy, aunque gasten una fortuna en ropa, viajen en helicóptero y duerman en palacetes neoyorquinos.

Para entender de qué va la serie imaginen qué hubiera sido de Vito Corleone si Michael también hubiese resultado, como Sonny, Fredo y Connie, un sucesor imperfecto. Logan Roy (Brian Cox) es una especie de Rupert Murdoch cuyo imperio de noticias está siendo lentamente devorado por las redes sociales mientras su salud personal se deteriora. Su hijo Kendall (Jeremy Strong), un tipo capaz pero inseguro y menospreciado por su padre, cree estar a punto de heredar el trono, para desgracia de sus tres hermanos: el frívolo Roman (Kieran Culkin), el pelmazo de Connor (Alan Ruck) y Shiv (Sarah Snook), la más lista de todos, pero relegada a la política local y a punto de contraer matrimonio con un arribista que no le llega a los talones. La dinámica central se enfoca en los acercamientos y distanciamientos, pactos y traiciones entre Kendall, Shiv y el propio Logan. Simpatizamos con el patriarca a pesar de la aspereza de Cox, un actor con la valentía de ser más seco que una piedra, mientras que sus hijos revelan vericuetos fascinantes a lo largo de la temporada. Ninguno es un candidato perfecto, y Logan lo sabe. A pesar de sus virtudes, ambos han sido mimados desde la cuna, y su padre se culpa a sí mismo por haberles dado una vida fácil. Hacia el desenlace, Succession adquiere tintes trágicos que poquísimas series alcanzan, con ecos del clan Kennedy y el famoso incidente en Chappaquiddick.

La serie, creada por Jesse Armstrong, se deleita en tirar por la borda nuestras propias expectativas aspiracionales. Una cena en un restaurante fifí se ve mermada por la náusea, una visita a un antro para multimillonarios termina de forma humillante, los momentos heroicos no se cumplen, la catarsis no llega. No se trata de una versión neoyorquina de Los ricos también lloran. Succession es la antifábula del sueño americano: lo mejor que he visto en televisión este año.

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