Benjamin Hill

Una cámara pulverizada

Desde 1997 hasta hoy hemos tenido gobiernos divididos. Todo indica que eso no va a cambiar y que el partido del presidente electo no tendrá mayoría en la Cámara de Diputados.

En su clásico libro Divided We Govern (1991, Yale University Press), David Mayhew pone a prueba la idea de que los gobiernos con sistemas presidenciales pierden coherencia ideológica y capacidad de impulsar un programa o una agenda de reformas cuando el partido del presidente no tiene control del Congreso, cuando hay "gobierno dividido". La sabiduría convencional dicta que en ausencia de una mayoría que apoye la agenda del Ejecutivo, la gobernanza se dificulta, pues un Congreso de oposición no tiene incentivos para cooperar con el presidente. Los sistemas parlamentarios no tienen ese problema, pues para que se conforme un gobierno es indispensable que cuente con el apoyo de una mayoría del Parlamento, que en algunos casos es de un partido o, en otros, producto de una coalición pragmática. En esos sistemas en cuanto una mayoría desaparece en el Parlamento se conforma una nueva, que a su vez hace un nuevo Gobierno, por lo que siempre hay Ejecutivos apoyados por el Legislativo. Mayhew concluye, entre otras cosas, que para el caso de Estados Unidos los gobiernos divididos no afectan drásticamente la gobernanza, pues los legisladores no siguen el dictado de bloques ideológicos a la orden de los líderes de los partidos, sino que actúan de forma muy independiente, bajo agendas individuales vinculadas a los intereses de sus electores o como parte de facciones políticas, muchas veces bipartidistas.

La posibilidad de que hubiera gobiernos divididos en México no era una realidad antes de 1988. Hasta ese año, la mayoría absoluta de los diputados en el Congreso de la Unión, la mayoría absoluta de los diputados en todos los congresos estatales, la totalidad de los senadores, así como la totalidad de los gobernadores, pertenecían al mismo partido del presidente de la República. El país era un sólido bloque unipartidista. La pluralidad política empieza a ser una condición del sistema político mexicano precisamente a partir de 1988. Las elecciones federales de ese año produjeron una Cámara de Diputados en la que el PRI pierde la mayoría calificada –dos terceras partes de los diputados– para hacer cambios constitucionales y casi pierde la mayoría absoluta, con 260 diputados contra 240 de la oposición. En 1991, el PRI se recupera con 320 diputados contra 180 de la oposición y mantiene esa mayoría absoluta en 1994 (300 vs. 200).

La era de los gobiernos divididos en México se inaugura en la elección de 1997, cuando el PRI pierde por vez primera la mayoría absoluta de la Cámara de Diputados con 239 diputados contra 261 la oposición. Desde entonces y hasta el día de hoy, ningún partido político ha tenido mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, por lo que hemos tenido desde entonces gobiernos divididos.

Eso no parece que vaya a cambiar como resultado de estas elecciones. Al momento en el que escribo este artículo aún no está del todo claro cómo estará conformada la Cámara de Diputados para la LXIV Legislatura. Las actas de las casillas no se han terminado de contabilizar y las características específicas de esta elección, en la que participaron tres coaliciones cada una con partidos con distinto peso electoral específico, dificultan hacer cálculos exactos sobre la integración de la Cámara. No obstante, todas las proyecciones apuntan a que será una Cámara bastante pulverizada, con un partido grande (Morena), seis partidos medianos (PAN, PRD, Movimiento Ciudadano, PRI, PT y PES) y dos partidos pequeños (PVEM y Panal), en el supuesto de que todos mantienen su registro. Nada asegura que una vez que tomen protesta, las coaliciones electorales se mantengan como coaliciones legislativas, por lo que a pesar de que la coalición Juntos Haremos Historia podría tener mayoría absoluta de diputados, eso no asegura que en el futuro actúen de forma cohesionada y que adopten ciegamente la agenda legislativa de Morena.

Un aspecto interesante y que genera incertidumbre es que, aun cuando se defina la integración de la Cámara por partidos, las dinámicas políticas pueden cambiar esa realidad: algunos candidatos plurinominales fueron resultado de postulaciones 'cruzadas', como los perredistas que compitieron bajo las siglas del PAN y viceversa, por lo que es posible que los grupos parlamentarios se reordenen una vez que los legisladores tomen protesta en septiembre. También es previsible que algunos diputados tengan incentivos para cambiar de partido y unirse a fuerzas políticas con mayor solvencia: diputados del PRD migrando a Morena, o diputados de Panal que prefieran sumarse al PRI, por ejemplo.

En suma, lo único seguro hasta ahora es que será una Cámara muy pulverizada y que las dinámicas de gobierno dividido, dadas las características del sistema político mexicano, con grupos parlamentarios muy cohesionados en torno a las directrices de sus partidos, puedan impedir que la nueva administración impulse una agenda de reformas coherente. A esto hay que sumar el hecho de que tendremos diputados más 'empoderados', pues los legisladores electos en 2018 tendrán la posibilidad, por primera vez desde 1933, de buscar que los electores los reelijan.

Es posible que veamos en el futuro cercano un conjunto de 'reformas cautivas', atrapadas en la dinámica de la negociación política.

Es posible también –aunque poco probable– que las coaliciones electorales se mantengan cohesionadas y se conviertan en coaliciones legislativas. Sea como sea, será importante estar atento a la forma en cómo se darán las futuras alianzas legislativas, sobre todo en lo que respecta a la elaboración y aprobación del Presupuesto de Egresos para 2019.

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