Benjamin Hill

Las políticas anticorrupción no sirven

Hemos tratado de combatir la corrupción como si se tratara de un fin en sí mismo, y no como el síntoma de los problemas más profundos que tienen que ver con los valores y objetivos de la sociedad.

Hace apenas unos días, Nieves Zúñiga, investigadora de Transparencia Internacional, publicó un provocador artículo en Medium (Why are anti-corruption success stories still the exception?, https://voices.transparency. org/why-are-anti-corruption- success-stories-still-the- exception-9a30e5f4cf39), en el que propone hacer una reflexión sobre el porqué, en términos generales, las políticas anticorrupción comúnmente adoptadas por muchos países afectados por ese problema no han funcionado.

Desde que la corrupción fue identificada a nivel global como un problema de política pública hace más o menos unos treinta años, muchos países nos hemos sumado a iniciativas internacionales y hecho compromisos para controlarla, hemos impulsado la adopción de leyes de acceso a la información, hemos creado sistemas, comisiones y tribunales para prevenir y castigar a los corruptos, y hemos gastado una gran cantidad de recursos financieros y humanos en una carrera en la que los países no avanzamos y la corrupción sigue ahí. Ese artículo se suma a un conjunto de reflexiones que expertos en corrupción han venido haciendo desde hace unos dos años, y que pueden resumirse diciendo que las políticas anticorrupción no sirven para combatir la corrupción. En efecto –y aunque suene contradictorio–, la evidencia indica que las acciones de gobierno, las instituciones y las leyes diseñadas con el propósito específico de prevenir, identificar, investigar y sancionar la corrupción no sirven.

La doctora Zúñiga menciona las investigaciones de Alina Mungiu-Pippidi, en donde encuentra que los niveles de gobernanza y modernización en términos de variables como expectativa de vida, ingreso y educación, no explican el nivel de corrupción de los países, y que las políticas de descentralización administrativa tampoco han mostrado ser útiles en el control de la corrupción, tema en el que en México tenemos una robusta experiencia, pues muchos gobiernos estatales han utilizado sus facultades de endeudamiento de forma irresponsable, y una generación entera de gobernadores han sido investigados o llevados a prisión precisamente por corrupción.

Con base en las investigaciones de Simon Sinek, Zúñiga hace una propuesta muy interesante: ver a la corrupción no como un "juego finito" sino como un "juego infinito". En los juegos finitos, como las guerras, hay reglas fijas, un objetivo concreto y hay perdedores y ganadores; en un juego infinito, el objetivo de los jugadores es perpetuar el juego y no hay ganadores o perdedores claros; la única salida a un juego infinito es rendirse o perder la motivación para seguir jugando.

Las políticas anticorrupción de los países, generalmente diseñadas con base en la sugerencia ochentera de Robert Klitgaard, de disminuir las ganancias de la corrupción y que los costos (castigos) sean cada vez más grandes, son políticas de un juego finito, en el que el objetivo es acabar con la corrupción y castigar a los corruptos. Pero cuando hay corrupción, siempre surgen nuevos jugadores que se adaptan a las nuevas reglas, en una especie de secuencia interminable. Un ejemplo de ello lo vemos en la democracia mexicana: pensábamos que la democratización, la pluralidad y la ampliación de derechos políticos ayudarían a combatir la corrupción, pero todo indica que la han profundizado. La democracia descentralizó el poder político hacia los estados y facilitó a intereses económicos la captura de candidatos por medio de compromisos para financiar campañas electorales, y al final la corrupción aumentó. La alternancia hace que la corrupción en México sea un juego infinito, pues la corrupción con la que se benefician hoy los gobernantes de un partido puede beneficiar a otro partido en el futuro si gana la elección.

Una estrategia de juego infinito, sugiere Zúñiga, se enfoca en lo que las sociedades queremos (universalidad ética) y no en lo que queremos combatir (corrupción). Bajo esta visión, la corrupción no es vista como la raíz del problema, sino como la consecuencia de la visión y los valores de una sociedad. Los corruptos desean una oportunidad de acceder a bienes materiales para vivir mejor. Si una sociedad enfoca sus esfuerzos de forma permanente para estar en condiciones de ofrecer oportunidades de lograr de forma legítima y legal el progreso material y la prosperidad, eventualmente no habría motivación para seguir jugando el juego de la corrupción.

Hemos tratado de combatir la corrupción como si se tratara de un fin en sí mismo, y no como el síntoma de problemas más profundos que tienen que ver con nuestros valores y los objetivos que perseguimos como sociedad. Necesitamos reconocer que lo que hemos hecho hasta hoy no ha servido y que la experiencia acumulada nos dice que no va a funcionar. Tal vez valga la pena pensar el combate a la corrupción de forma distinta y plantearnos qué valores y qué objetivos son los que queremos perseguir y a dónde es mejor enfocar nuestros esfuerzos.

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