Benjamin Hill

La política no se puede despolitizar

Lo que no requieren los órganos autónomos para cumplir de mejor forma su función es la quimérica búsqueda de una pureza inexistente que suele eliminar a los mejores perfiles.

No podríamos entender la administración de lo público en México sin los órganos autónomos. Asuntos de enorme relevancia para la sociedad, como la protección de los derechos humanos, la política monetaria, las estadísticas nacionales, la organización de elecciones, el combate a la corrupción (en lo que respecta a la Auditoría Superior de la Federación y al Sistema Nacional Anticorrupción), la evaluación de la educación y de la política social, la medición de la pobreza, el ordenamiento de la competencia económica y de los mercados de telecomunicaciones, todo ello está coordinado por órganos autónomos dirigidos por un cuerpo colegiado –INE, INAI, Cofece– o una autoridad unipersonal –Banxico, ASF, Inegi, CNDH.

Los órganos autónomos, aquellos que no dependen de algunos de los poderes del Estado, buscan resolver las deficiencias de gobernanza en temas vinculados con la rendición de cuentas y la imparcialidad en la toma de decisiones públicas. En México les hemos encargado la dirección de asuntos que se considera estarían mejor administrados utilizando criterios técnicos y de aplicación de la ley, lejos de los intereses del gobierno y de los partidos.

De un tiempo a la fecha, los mecanismos de designación de los cuerpos colegiados o de sus titulares han estado ante los reflectores de la opinión pública y algunas designaciones –o intentos de designaciones– han sido criticadas duramente. Se ha dicho que las negociaciones políticas que prefiguran algunos de estos nombramientos no son más que 'cuates y cuotas', 'fiscales carnales' y otras frases con las que se denuncia la interferencia de los partidos y sus intereses en los nombramientos de responsables de órganos autónomos y, por tanto, la cancelación de su independencia política. Se ha dicho también que si se pasa de un órgano autónomo a una posición política en el Congreso o el Ejecutivo, se trata de un 'pago de favores' y que se configura un posible conflicto de intereses.

El hecho es que en todos los casos, y a pesar de las diferencias marginales en los mecanismos y reglas de nombramiento de los responsables de dirigir estos órganos autónomos, estos nombramientos pasan necesariamente por alguna de las cámaras del Congreso y, en algunos casos, el Legislativo revisa propuestas que le presenta el Ejecutivo. Si las normas de designación exigen que todos estos nombramientos pasen por el Congreso, y si los integrantes de estos poderes han sido electos por medio de una postulación partidista, es natural esperar que dichos nombramientos se resuelvan como parte de la negociación política entre partidos y que las personas propuestas y designadas deban su nombramiento a algún partido o coalición de partidos. En el argot legislativo se dice que para ser designado a una posición en un órgano autónomo, uno o varios partidos políticos deben 'cachar' al aspirante. Si ningún partido 'cacha' a un aspirante, la probabilidad de que esa persona llegue a la dirección de un órgano autónomo es cero.

Parece mentira que tengamos que recordar esto que es tan obvio, pero a juzgar por la discusión actual, hay sectores de la opinión pública que exigen que quienes dirigen los órganos autónomos deben ser como los gases nobles, sin relaciones de ninguna índole con partidos políticos; paradójicamente deben ser personas involucradas y con experiencia en lo público, pero inmaculadas por la política; deben ser personas sin pasado, nacidas de la nada como las fluctuaciones cuánticas, concebidas sin pecado y que hayan aparecido así sin más, en la forma en la que Afrodita surgió de la espuma del mar.

Ante esta discusión absurda habría que decir dos cosas. En primer lugar, haber participado en política de partidos, tener simpatías o contar con el apoyo de un partido o una coalición no representa de ninguna manera un crimen ni genera desdoro alguno del honor ni afecta la capacidad técnica ni las habilidades administrativas de nadie. Por el contrario, la experiencia en el ámbito público, sea donde sea, siempre que sea relevante para ocupar una responsabilidad en un órgano autónomo, representa un capital. Si 'criminalizamos' la participación política en nuestra democracia, estaríamos condenando a los partidos políticos a llamar a sus filas a perfiles venales y sin vocación de servicio, y lo último que necesitan los partidos en este momento es sumar a su catastro más personas de esa ralea. La política partidista en democracia debe ser vista no como una mancha en el currículum, sino como una oportunidad de aportar algo positivo algo a México.

En segundo lugar, dadas las reglas de elección de quienes dirigen los órganos autónomos, la influencia de los partidos es inevitable. Todos los comisionados, consejeros, auditores y demás personas que han sido distinguidas con un nombramiento para dirigir un órgano autónomo, todos –TODOS–, han sido 'cachados' por uno o más partidos políticos. No hay comisionados o consejeros más independientes que otros; todos se encuentran inscritos en una lógica que puede expresarse de la siguiente forma: los nombramientos políticos no pueden estar al margen de la política; la política no se puede despolitizar.

Lo que requieren los órganos autónomos para cumplir de mejor forma su función no es la quimérica búsqueda de una pureza inexistente que suele eliminar a los mejores perfiles, más bien es asegurar que existan criterios técnicos que impidan que lleguen personajes sin experiencia y solvencia técnica a dirigirlos y que existan mecanismos adecuados para evaluar su desempeño.

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