Benjamin Hill

El largo camino para controlar la corrupción

Se requiere crear una cultura que se traduzca en un consenso social sobre la importancia de que en la aplicación de la ley y en sus decisiones, el gobierno debe actuar con imparcialidad.

Las reformas para controlar la corrupción han fallado a pesar de nuestros intentos por adaptar instituciones y leyes de países con poca corrupción. Un ejemplo muy claro –hay otros– son las leyes de acceso a la información, que no han ayudado a reducir la corrupción en ningún país que las ha adoptado. El error está en pensar que podemos ahorrarnos procesos históricos por los que atravesaron países como Estados Unidos, Canadá, Dinamarca, Suecia o Noruega, e injertar sus instituciones aquí, sin hacer una revisión de cuál fue el camino de reformas legales, políticas, culturales y sociales de estos países que les permitieron pasar de un Estado en el que la corrupción era la norma, a uno en donde es la excepción.

Las explicaciones sobre los motivos de los cambios institucionales en el control de la corrupción, por regla general, coinciden en que no son procesos que respondan a una sola variable y que el camino de cada país rumbo a la aceptación de la universalidad ética, como norma de convivencia, es distinto. Algunos autores proponen que el cambio institucional se da como resultado de la aceptación por una sociedad de que los costos de la corrupción son más altos que los posibles beneficios; otros plantean que las reformas anticorrupción exitosas han sido impulsadas por grandes intereses económicos, con el objetivo de generar un mejor ambiente de negocios; otra teoría señala que las reformas institucionales anticorrupción son impulsadas por movimientos encabezados por líderes políticos que hacen del combate a la corrupción su casus belli. Una revisión de la experiencia de los países que hoy tienen muy baja corrupción indica que, para que la universalidad ética haga raíces, se requiere de una rara combinación de liderazgo político, de un cambio en la cultura política de gobernantes y ciudadanos en la que se acepte la probidad pública y la universalidad ética como partes de la identidad nacional, y de un conjunto de reformas incrementales y de mejora continua a lo largo de muchos años.

En el caso de Dinamarca (Robert I. Rothberg, The Corruption Cure, Princeton, 2017), el rey Federico III (1648-70), con el objetivo político de limitar el poder de la nobleza sobre la burocracia del gobierno, inició un proceso de profesionalización del servicio público con base en criterios como el mérito, la independencia política y la imparcialidad. Para asegurar la lealtad de esa nueva burocracia a sus objetivos de política pública, creó una oficina de control para investigar abusos, en especial en la recaudación de impuestos. Las reformas que buscaban la profesionalización de la burocracia llegaron también al Poder Judicial, y se exigió que los jueces fueran graduados de la escuela de derecho. Estas reformas continuaron fortaleciéndose con el rey Cristiano V, al ver que la independencia y profesionalización de la burocracia generaron mejores resultados y aseguraban neutralidad política frente al poder de la aristocracia. Las 'mordidas' y regalos a servidores públicos fueron prohibidos explícitamente en 1676, y muchos servidores públicos y jueces debían depositar una cantidad de dinero en "garantía", con el fin de reponer el daño a la corona danesa en caso de hacer mal uso de recursos públicos. La corrupción se empezó a ver como una amenaza al poder del rey, por lo que su combate pasó a la categoría de prioridad de política. A lo largo de los años se generó una cultura política entre las autoridades políticas y los ciudadanos daneses, que establecía una marcada preferencia por la honestidad en el servicio público. Esto se sumó a movimientos nacionalistas en el siglo XIX, que enfatizaron la honestidad, el sentido del deber y las virtudes cívicas como parte de la identidad nacional danesa.

En el caso de Estados Unidos (Edward L. Glaeser, Corruption and Reform, Chicago, 2006), los cambios llegaron más tarde, pero se dieron en menor tiempo. Después de un aumento dramático de la corrupción durante la expansión económica del siglo XIX –la llamada Gilded Age–, vino un declive muy fuerte de la corrupción a partir de 1870. Este cambio se atribuye a un conjunto de transformaciones legales y sociales que le dieron al gobierno de ese país mayores incentivos políticos y capacidades institucionales para controlar la corrupción. Al tiempo en el que los escándalos motivaron un endurecimiento del entramado legal para castigar con mayor eficacia la corrupción, se dio el desarrollo de la prensa libre, que ayudó a crear una cultura política favorable a la honestidad en el servicio público, al vincular la corrupción de los políticos con las derrotas electorales. También se consolidó un aparato moderno de pesos y contrapesos con el que las instituciones públicas se vigilan mutuamente y en el que el Poder Judicial goza de autonomía.

En el camino para controlar la corrupción hay elementos que son importantes y que deben ser parte de una agenda anticorrupción efectiva, como asegurar que existan condiciones para el ejercicio de una prensa libre, un servicio público imparcial y profesional, mayores castigos a quienes cometen actos de corrupción, y un Poder Judicial independiente. Pero esos elementos no son más que ingredientes de un proceso más amplio. Lo que se requiere para crear las condiciones que reduzcan la corrupción en el largo plazo no es el trasplante de mejores prácticas, modelos legales e instituciones de otros países. Lo que se requiere es un esfuerzo de largo plazo por parte de políticos y ciudadanos para crear una cultura política que se traduzca en un consenso social sobre la importancia fundamental de que en la aplicación de la ley y en sus decisiones, el gobierno debe actuar con imparcialidad. Y eso no es fácil.

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