Opinión

Asumiendo costos


 
Gerardo René Herrera Huízar
 
Se está volviendo práctica recurrente del ejercicio político en México el envío de tarjetas postales con mensajes rudos sobre temas sensibles. Durante la reciente gira presidencial a Indonesia con motivo de la reunión cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, el primer mandatario de nuestro país nos obsequió su saludo señalando que su gobierno asumirá el costo político de las reformas propuestas, ante la oposición que han encontrado en amplios sectores de interés.
 
A decir verdad, no sabemos cómo interpretar la expresión. Podemos pensar que es el reflejo de la absoluta certeza y confianza que el gobierno tiene en la infalibilidad de las decisiones adoptadas o una muestra más de la verticalidad en el uso del poder que es característica de nuestro sistema político.
 
Como sea, la realidad es que en una incipiente democracia como la nuestra, los costos de las decisiones adoptadas por nuestros dirigentes, difícilmente van más allá de la impopularidad o la crítica. Para efectos prácticos, los resultados adversos que una decisión eventualmente pueda producir muy rara vez serán seguidos de una acción punitiva, a pesar de los perjuicios que se hubieren causado a la nación, a su patrimonio o su bienestar presente o futuro. Ejemplos hay muchos, antiguos y recientes que no pasan de ser anécdotas o amargas remembranzas en las charlas de café.
 
Como sociedad hemos padecido –y en algunos casos seguimos pagando– los costos reales, contantes y sonantes, de decisiones erróneas, ineficiencias o abiertos engaños que han sido el origen de una cultura escéptica ante las promesas gubernamentales de cualquier color y geometría ideológica. Pero ello es también producto del carácter apático y la proclividad a la aceptación pasiva de la manipulación mediática, que hace posible a los astutos usufructuar la abulia social que nos caracteriza.
 
En un ambiente de verticalidad política, con equilibrios débiles y decisiones cupulares, la sociedad se asume como simple espectadora y, en todo caso, como receptora de la "guía infalible" de sus directores a los que nutre con su voto como un puro ejercicio de fe y esperanza, aún incrédula e inconsciente. Da la impresión de que la memoria histórica colectiva del mexicano se desactiva por momentos, quizá como un mecanismo de autoprotección psicológica para evadirse de la realidad o disminuir la ansiedad que el pago de reales y cotidianas facturas le acarrea.
 
A pesar de todo, las estadísticas señalan que la nuestra es una de las sociedades más felices del orbe, debido quizás a la tendencia al adormecimiento y al autoengaño, como un placebo que anestesia la percepción de la realidad y los escenarios del porvenir, por más oscuros que se ofrezcan. Es probable que una sociedad adormecida pueda ser más feliz, igual que dúctil y conveniente para quien detenta algún tipo de poder y se beneficia de él, pero con certeza distará mucho de la justicia, la equidad, la paz y el desarrollo armónico que toda colectividad humana anhela.
 
Para dejar atrás nuestros tradicionales espejismos, recurrentes pesadillas y amargos despertares, estamos obligados a la participación activa, no solo electoral, sino cotidiana, con un carácter auditor, crítico y demandante, responsable y maduro. La nación es una construcción colectiva y constante.
 
Estamos obligados a despertar del letargo o seguir asumiendo los costos reales de la inacción.
 
 
 

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