Antonio Cuellar

La relativa autodeterminación del pueblo

 

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No existe guerra de independencia que a lo largo de historia no hubiera iniciado con un llamamiento al derecho originario de todo pueblo a decidir su destino. El derecho a la autodeterminación de todos los pueblos, que reconoce de manera expresa nuestra Constitución en su artículo 89, fracción X, pareciera conferirle a toda comunidad una inagotable libertad para elegir, realmente, cuándo declararse autónoma con relación al territorio al que pertenezca.

El accidentado ejercicio de este experimento de separación de España, que lleva a cabo el Gobierno de Cataluña, sobre las premisas de la autodeterminación y la soberanía popular, arrojan material de sobra para una seria reflexión en torno de la autenticidad de esa prerrogativa perpetua de todo pueblo para decidir su futuro.

¿Es cierto que todo pueblo puede elegir instituirse como Estado independiente de buenas a primeras? Quiere decir esto entonces que, en el ámbito de la conformación política mundial, ¿vivimos en un estado de evolución perpetuo e interminable?

Las leyes, como parte del derecho, y entre ellas la Constitución, son objeto de lectura y estudio, y son en ese sentido, un terreno de exploración e interpretación permanente. Toda Constitución se expide con la finalidad de dar cohesión a los distintos elementos que, en un momento dado, conforman al Estado, y la evolución de éste produce una actualización constante de todo texto constitucional.

Puedo imaginar con toda claridad el momento en el que, en una sociedad primitiva, infinitamente más atrasada a esta en la que vivimos, se hubiera concebido el principio de autodeterminación al que el Gobierno Catalán viene aludiendo. Sin embargo, ese principio constitucional tiene que entenderse en el contexto histórico contemporáneo a fin de determinar si, efectivamente, esa misma soberanía del pueblo podría conservarse intocada, en el estado en que se invoca, para beneficio de la estabilidad política y económica global.

La postura que se adopte al respecto, en el caso de México, puede ser trascendente, pues dejando a un lado las insignificantes muestras de división nacional que con todo oportunismo se han dejado ver a raíz del fenómeno ibérico, no puede menospreciarse la invocación del mismo principio por parte de precandidatos a la Presidencia, que miran en la cláusula del artículo 39 constitucional una fórmula vigente para remodelar al país entero, a mano alzada.

El artículo 39 citado establece que la soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo, que todo poder dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste, y que el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno.

Una lectura sincopada de la Constitución, a partir de la norma citada, pareciera conceder la razón a cualquier simpatizante de la teoría sobre un derecho absoluto de autodeterminación popular y la posibilidad perenne de segregar al territorio nacional en cuantas regiones y países pudieran existir, en función de la raza, tradiciones y dialectos que en México se hablan.

No debe de caber duda de que, en un proceso de división nacional, la Constitución no podría ser el elemento primordial para evitar el derramamiento de sangre que produciría una guerra civil, a pesar de lo establecido en su propio artículo 136, en el que se garantiza la conservación del orden primario originalmente dado.

Sin embargo, realizando un experimento civilizado de entendimiento sobre los alcances o la frontera dentro de la cual habita la soberanía nacional, encontramos que ésta siempre se sitúa por debajo del mismo orden constitucional que, en ejercicio del derecho originario de autodeterminación del pueblo mexicano, nos hemos dado. El pueblo de México ya eligió erigirse como Estado independiente con la forma indivisible que hoy tiene y debe conservar.

El artículo 39 constitucional antes aludido, debe de leerse e interpretarse a la sazón de lo también establecido en el artículo 41, en el que se prevé que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de su competencia, y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos establecidos por la propia Constitución Federal o las Constituciones Estatales, mientras no contravengan la anterior.

Esto significa que, en estricto sentido, es verdad que nuestro régimen de gobierno y la estructura federal del Estado Mexicano podría verse alterada en cualquier momento, pero para que ello ocurra de manera válida y aceptable, tendría que procesarse a través de los canales que la misma Constitución prevé, a través de los Poderes constituidos.

Un ejemplo muy claro de esto se acaba de poner en marcha, al haberle concedido un mayor grado de autonomía y una nueva denominación constitucional al Distrito Federal, hoy Ciudad de México, sin que para ello los habitantes de la capital debiéramos haber iniciado una lucha armada para lograrlo. ¿Fue válido que todas las legislaturas de los Estados intervinieran? Tan lo fue, que así sucedieron las cosas.

¿Podríamos suponer que el derecho a la independencia de cualquier provincia se supedite a la prosecución de los procedimientos constitucionalmente establecidos? Estimo que, no reconocerlo, podría llevar a un estado de guerra y controversia permanente, que nada favorecería al desarrollo de la humanidad, a partir del estado de progreso en el que se ubica, en el siglo XXI.

Twitter: @Cuellar_Steffan

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