Antonio Cuellar

Anticorrupción o monopsonio

EL columnista asegura que la corrupción ha carcomido nuestro tejido social y ha restado grandes pasos en el camino de la consolidación de una economía competitiva.

Uno de los peores escándalos de corrupción detectados y ampliamente criticados en el DF, lo protagonizó René Bejarano en el 2004, entonces a cargo de la presidencia de la Asamblea Legislativa, quien al acudir a las oficinas del empresario argentino Carlos Ahumada, fue grabado en video en el momento justo en el que recibió fajos de dinero en efectivo, supuestamente con el objeto de contribuir al éxito de las campañas electorales del PRD, pero siempre bajo la sospecha de perseguir la obtención de privilegios mediante la asignación de contratos para la prestación de servicios a favor del Gobierno de la Ciudad.

El tema de la contratación pública, y el de la asignación de autorizaciones y permisos a favor de los particulares, constituyen los dos principales campos en los que actos de corrupción acaban por fecundar.

Una política implementada por AMLO durante su paso por la Jefatura de Gobierno, que dio lugar a críticas bien sustentadas, tuvo que ver con uno de los dos puntos anteriores, precisamente. Con el ánimo de erradicar la corrupción en las delegaciones, en su calidad de titular del órgano ejecutivo de gobierno de la Ciudad impulsó una modificación al Reglamento de Construcciones para que se terminara con los procedimientos para la expedición de licencias de construcción, a cargo de las anteriores, y el trámite se transfiriera al gobierno central, a través de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda que, en un nuevo ámbito de atribuciones, expediría las constancias o las licencias de uso de suelo, que por cuanto a su eficacia sustituyeron a las anteriores.

Esa transferencia de poder hacia la Seduvi no se tradujo realmente en una erradicación de la corrupción; como lo han venido a demostrar el conjunto tan numeroso de obras irregulares ya ejecutadas en tantas colonias de la Ciudad de México, la modificación de la arquitectura institucional fue una desvío de competencias que podría haber encendido un foco mucho más importante de ilicitud en el seno de la Administración Pública del gobierno de la ciudad.

El fenómeno de la corrupción, que ha carcomido nuestro tejido social y ha restado grandes pasos en el camino de la consolidación de una economía competitiva, fue junto con el renglón de la seguridad, el gran eslabón de la cadena de la retórica electoral que permitió al virtual Presidente electo alcanzar los objetivos por él anhelados desde el 2006, y convertirse así, con sobrada contundencia, en el próximo titular del Ejecutivo Federal.

Por el bien de México y la recuperación de una convivencia armónica, debemos concederle el beneficio de la duda, y confiar incondicionalmente en que la lucha contra la opacidad y la corrupción se emprenderá dentro de esa cuarta transformación del país con el auténtico propósito de erradicar tan arraigado vicio --o costumbre--, que ofende a la ciudadanía y ahuyenta a la inversión.

Sin embargo, más allá de la idea de suponer que la disminución salarial de los empleados públicos podrá significar un ejemplo que produzca la terminación del fenómeno, insistimos en que acciones bien encausadas deberían de comenzar a enderezarse, y entre ellas debería de incluirse aquellas que pongan el énfasis necesario en la implementación objetiva y contundente de políticas para impedir la consumación de actos ilícitos durante el ejercicio del presupuesto y el ejercicio de las facultades de autoridad que la ley le concede a la Administración Pública.

En nuestra opinión, no cabe la menor duda de que la erradicación de la corrupción en los procesos de licitación puede lograrse mediante el impulso de programas en el ámbito de la transparencia y la rendición de cuentas. En la medida en la que el ojo ciudadano tiene acceso a los procedimientos de contratación, los espacios para la compartición de prebendas se dificultan y, en el mejor de los casos, desaparecen.

La misma situación debería valorarse tratándose de la expedición de autorizaciones para el aprovechamiento de los bienes del dominio público o aquellos de uso común, en la medida en la que, a pesar de tratarse de autorizaciones emitidas a favor de particulares, sus datos son relevantes y deben conocerse si a través de ellas llegaran a obtener beneficios de bienes cuya propiedad o dominio originario correspondiera a la Nación.

En este mismo contexto, ha llamado nuestra atención el anuncio que en estas semanas fue compartido por el futuro Presidente y miembros de su gabinete, en el sentido de que, para combatir la corrupción, la contratación pública será en lo sucesivo administrada y resuelta desde una misma oficina central de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público.

Resulta imposible dejar de pensar en las analogías que podrían existir entre dicha política y aquella que en el 2004, causó los cuestionables descalabros de los que hasta hoy se sigue hablando.

Dejando a un lado esa posibilidad, de que a través de una oficina central se potencialicen los efectos negativos de la corrupción --lo que representaría una fisura del diseño sobre la que ya se deben tomar cartas en el asunto--, la misma idea sobre concentración de poder en los procesos de contratación pública puede conducir a otro problema que quizá no se ha sopesado en toda su amplitud.

En el modelo actual, mientras la contratación gubernamental se ejerce en forma diversificada y la gestión financiera de las dependencias que integran el Gobierno Federal se amplía --ya que se deposita en las distintas ramas que la conforman--, se afianza simultáneamente una economía en la que los sectores que aglutinan a los distintos proveedores del gobierno federal compiten. Tan solo en materia de salud, la posibilidad de que haya una multiplicidad de procesos de adquisición de insumos para los distintos centros de salud a lo largo del país, permite que numerosos núcleos de producción sostengan un aparato productivo esencialmente generador de empleo.

Si la política para al control de la corrupción se encamina a la unificación de las contrataciones gubernamentales, se entorpece el proceso de competencia y se potencializa negativa y peligrosamente el poder monopsónico del Estado.

El modelo resulta contraindicado para la productividad nacional en los sectores asociados a la contratación gubernamental, y la aplicación de presupuestos acaba siendo ineficiente para el gobierno mismo, que a través de sus dependencias se ve impedido para definir, en qué época, para que programa y en qué territorio se deba llevar a cabo determinado proceso de licitación.

La SHCP, dependencia encargada de la elaboración, recaudación de fondos y asignación del presupuesto, tiene ya, desde ese punto de vista económico, la participación que merece en los procesos de adquisición de bienes y servicios; la misma intervención podría ampliarse también a favor de la Secretaría de la Función Pública, a la que compete conocer de las inconformidades que se hacen valer con motivo de irregularidades dentro de los procesos de licitación.

Si en verdad se quisiera resolver el tema de la corrupción, se debería de modificar la Constitución y la ley para otorgar facultades de revisión, ex ante, (anterior a la asignación presupuestaria) a la Auditoría Superior de la Federación, dependiente de la Cámara de Diputados --en la que convergen todos los partidos políticos--, pues siendo que ya goza de facultades para auditar el gasto público, su intervención es ex post (una vez consumado el acto de corrupción), lo que le impide garantizar la legalidad que todos los mexicanos y nuestro futuro Presidente, deseamos ver colmada en la administración de los recursos públicos.

¿Existirá verdaderamente esa altura de miras en el férreo combate contra la corrupción, que lleve al Ejecutivo a empoderar a los auténticos órganos de vigilancia del ejercicio del gasto público, muchos de ellos en la oposición? ¿Iremos a ver mayor transparencia y rendición de cuentas con relación al ejercicio del presupuesto?

COLUMNAS ANTERIORES

Reforma regresiva del amparo
¡Es la democracia!

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.