Repensar

Muerte en Cancún

Alejandro Gil Recasens escribe que la arrogancia de muchos promotores del libre comercio les hizo exagerar las bondades de la liberalización e ignorar sus dificultades.

Un atento lector consideró que en mi artículo de la semana anterior ("Adiós, OMC") "maté" prematuramente a esa organización. Lamento decirle que su agonía empezó en Cancún hace tres lustros. La conferencia ministerial de la Ronda de Doha, que se llevó a cabo en esa ciudad en 2003, colapsó después de cuatro días de acaloradas discusiones. Desde entonces se ha tratado inútilmente de reanimarla. Conforme transcurren los años, el pesimismo ha extendido su sombra. Incluso hay quienes dividen su historia en una etapa de ascenso (de 1986 a 2003), cuando pasa de 90 a 146 miembros, y un continuado declive a partir de ahí.

Muchos piensan que el problema fue precisamente la imposibilidad de atender las demandas de tantos. Los nuevos entrantes, países muy atrasados o emergentes, no aceptaban los compromisos adoptados por los socios originales. Se negaban a abrir completamente sus mercados, eliminando tarifas e impuestos, mientras Estados Unidos y Europa no redujeran sus subsidios, particularmente en la agricultura. Pedían además un tratamiento especial, ampliando los plazos para eliminar aranceles y para cumplir íntegramente con las reglas del organismo.

A falta de ello, se ha buscado concretar convenios "plurilaterales" (por el mayor número posible de firmantes) en temas concretos de amplio interés, como inversiones, políticas de competencia, transparencia en compras de gobierno y facilitación comercial. Fuera de ese foro, se han firmado pactos regionales y bilaterales, con concesiones de alcance diverso y, frecuentemente, contradictorias. Es decir, se volvió a lo que pasaba en los ochenta.

Haciendo un diagnóstico

¿Qué precipitó este cuadro clínico? ¿Por qué nos acercamos a un desenlace fatal? La arrogancia de muchos promotores del libre comercio les hizo exagerar las bondades de la liberalización e ignorar sus dificultades y consecuencias. Era una receta útil para curar todos los males, desde la pobreza hasta el atraso tecnológico. Pero en muchas ocasiones, salió peor el remedio que la enfermedad: disputas inacabables, aperturas fallidas que se revierten, abusos disfrazados de preocupación por el medio ambiente o la salud. No se entendió que los que tenían menos capacidad requerían oportunidades, tiempo y ayuda para emparejarse. Era absurdo acusarlos de no querer competir cuando por el otro lado se ensayaban trampas y se toleraban abusos.

Lo acabaron aprendiendo, de mala manera, cuando no estimaron los efectos que tendría el ingreso de China a la OMC. Algunos lo vislumbraron, pero fueron acallados con el argumento estándar de que cualquier desplazamiento de empleos sería rápidamente solucionado con la creación de muchos otros, mejor pagados. Eso pudo haber sido cierto en algunos casos, en los que el proceso evoluciona lentamente, dando tiempo a las empresas y a los trabajadores para adaptarse. Pero en China, las barreras comerciales cayeron rápidamente, dejando a las compañías manufactureras de los países desarrollados, y a sus operarios, expuestos a la competencia de los grandes capitales y la mano de obra barata del gigante asiático. El llamado "shock de China" destruyó trabajos más rápidamente de lo que los creó. No se entendió que con tanta población y tan alto ritmo de industrialización, su ingreso a la organización y al sistema comercial global debió haber sido planeado y pausado.

A los países grandes les faltó humildad y sentido común. Se declararon adalides del libre comercio; le atribuyeron poderes mágicos y se empecinaron en implantarlo sin prudencia. No tuvieron la generosidad y perspicacia de apoyar a los chicos, ni mostraron inteligencia al no concertar cuidadosamente el ingreso de China.

En lugar de reconocer esos errores, el presidente Donald Trump culpa a los orientales de ser malos socios y los está llevando a una estéril guerra de tarifas. En vez de apoyar un arreglo dentro de la organización, pugnando por su fortalecimiento, amenaza con dejar de observar sus principios o de plano abandonarla. Nada más va a complicar las cosas.

La OMC requiere cirugía mayor, ciertamente con urgencia. Empezar por el reconocimiento de que tomar decisiones por consenso no siempre es viable o práctico. Comprender que incorporar los intereses de cada uno requiere gran imaginación y flexibilidad. Enterarse de la necesidad inaplazable de modernizar sus paneles para la solución de controversias. Hacer conciencia de la necesidad de implementar audaces y ambiciosos programas de ayuda técnica.

El aislamiento a todos perjudica. No permitamos que Trump mate a la OMC ni la dejemos morir por inanición.

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