Repensar

Éxito posible

Alejandro Gil Recasens escribe que en un contexto como el de EU actualmente, haber conseguido que el TLCAN sobreviviera, disminuido y hasta con otro nombre, es un éxito.

Desde que Estados Unidos se formó como nación ha habido una lucha entre aislacionistas e intervencionistas. Su independencia fue en gran parte consecuencia del desorden que había en Europa. Francia, Inglaterra y España habían estado envueltas permanentemente en alianzas complicadas y guerras absurdas, con alto costo humano y material. La nueva nación, que consideraba sus virtudes republicanas muy superiores a la corrupción que prevalecía en Europa, no quería que sus sórdidas rencillas la alcanzaran. En su discurso de despedida el presidente George Washington había advertido a sus conciudadanos que nunca hicieran alianzas permanentes con "ninguna parte del mundo extranjero". Como secretario de Estado, Thomas Jefferson, mantuvo relaciones exteriores apenas formales; como presidente gobernó con la divisa "paz, comercio y amistad honesta con todas las naciones; alianzas enredadas con ninguna".

De hecho, tampoco hubo mucho comercio, porque disponían de abundantes recursos naturales y la navegación era muy insegura. Alexander Hamilton, el primer secretario del Tesoro (y principal autor de los Papeles Federalistas) fijó desde entonces las bases de una política de autosuficiencia y proteccionismo.

Desde luego hubo quienes pensaban diferente, como Benjamín Franklin, que era un diplomático consumado y favorecía acuerdos de largo aliento. Sin embargo, los aislacionistas imperaron por más de 130 años. Durante ese tiempo Estados Unidos se convirtió en potencia económica, no firmó tratados de alianza con nadie y sólo estuvo involucrado en dos guerras extranjeras de baja magnitud, lo que dio la razón a los aislacionistas.

Es hasta después de la Segunda Guerra Mundial que la Unión Americana entró en alianzas económicas (como los acuerdos de Bretton Woods), políticas (como el Pacto de Río) o militares (como el Tratado del Atlántico Norte) y se involucró seriamente en arreglos multilaterales, al grado de ofrecerse como sede para la ONU. Y es hasta los ochenta que se entusiasmó con el libre comercio y auspició la creación del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y la Organización Mundial del Comercio (OMC). Ambas decisiones son cada vez más cuestionadas por amplios sectores de la sociedad americana.

Globalifobia

Finalizada la Guerra Fría y neutralizada la amenaza soviética, no le ven caso a continuar apoyando militarmente a Europa o a Japón y Corea, que cuentan con la riqueza para armarse y defenderse solos. Consideran como graves imprudencias los compromisos militares que los llevaron a inmiscuirse en los conflictos de Vietnam, Irak o Afganistán. No creen que las celebradas iniciativas de los presidentes Bill Clinton o de Barack Obama hayan mejorado realmente la situación de Oriente Medio.

Al mismo tiempo, no entienden por qué han perdido dinamismo económico y calidad de vida; por qué sus fábricas se van a otros países, dejando sin empleo a sus trabajadores y sin esperanza a sus comunidades; por qué ahora Europa los satura de autos de lujo y Asía los llena de coches compactos; por qué China crece y ellos no; por qué ya no tienen el monopolio de los rascacielos y de la exploración espacial. Piensan que, al menos en parte, la política globalista de los presidentes Bush, padre e hijo, fue culpable de la crisis financiera mundial de hace diez años.

En realidad, nunca estuvieron convencidos de abandonar el aislacionismo. No únicamente los obreros desplazados o arrinconados en empleos precarios cuestionan los cambios disruptivos. En el mundo académico pocos se dejaron apantallar por las increíbles promesas de la apertura inacabable. Ya en 1944 Karl Polanyi ("La gran transformación") prevenía sobre los peligros de la integración comercial. Muchos otros pensadores serios e influyentes (como Benjamín Barber, William Greider, James Mittelman, Joseph Stiglitz, Robert Kuttner o Dani Rodrick) advirtieron sobre mercados no anclados en los estado-nación y el impacto social que causan al aumentar la desigualdad y la inseguridad laboral.

Es en este caldo de cultivo que se cocinan las elecciones presidenciales de 2016. En el Partido Republicano, que llevaba siete décadas de abanderar más o menos el libre comercio, quedó como candidato un personaje que proclama el nacionalismo económico al extremo. Los Demócratas, que hasta el triunfo de Ronald Reagan fueron proteccionistas, habían perdido el respaldo de los sindicatos por coquetear demasiado con los arreglos globales. Bernie Sanders, hasta entonces considerado radical, creció rápidamente en popularidad al enfocar sus baterías contra los tratados comerciales. Hillary Clinton tuvo que hacer lo mismo. En ese contexto, haber conseguido que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), sobreviviera, disminuido, ladeado hacía Estados Unidos y hasta con otro nombre, es un éxito.

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