New York Times Syndicate

Shah Porir Dwip, sinónimo de tráfico humano

Los habitantes de Shah Porir Dwip se vieron atraídos a una multimillonaria industria de contrabando de personas en este rincón de Bangladesh. El destino es Malasia, donde no sólo los rohingya son parte del negocio, sino también los bangladeshíes.

SHAH PORIR DWIP, Bangladesh – Desde su tienda que da a un muelle en esta isla cercana a la frontera con Myanmar, Mohammad Hossain observó crecer a la industria del tráfico humano.

A lo largo de los años, el goteo gradualmente se convirtió en un torrente sin fin. Los destellos de luz en el agua a altas horas de la noche, que señalaban que la costa estaba despejada para lanzar los barcos, se multiplicaron hasta que parecieron iluminación de verano. Aquí era un secreto a voces que los barcos no llevaban pescados: un día, cuando se hundió un pesquero de arrastre que partía, el agua se llenó de cuerpos humanos flotantes.

La gente de Shah Porir Dwip – pescadores, tenderos, agentes policiales y jefes misteriosos – se vieron atraídos, como participantes u observadores preocupados, a una multimillonaria industria de contrabando de personas que asentó sus raíces profundamente en este empobrecido rincón de Bangladesh.

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El mundo exterior empezó a tener conocimiento del contrabando esta primavera, a través de una serie de revelaciones horrorosas. Fosas superficiales fueron descubiertas en campamentos improvisados en Tailandia, cerca de la frontera con Malasia, donde los contrabandistas sometían a abusos y mataban de hambre a sus cautivos, demandando hasta 3 mil dólares a sus familias para liberarlos. Los barcos eran abandonados en medio del océano, llenos de personas al borde de la inanición.

Aquí, no hubo horror ni sorpresa.

Al inicio, el contrabando se centraba principalmente en migrantes que buscaban fortuna y ofrecían a los residentes locales una alternativa lucrativa a sus formas de vida tradicional como la pesca y la extracción de sal. Pero se ha convertido en una operación predatoria de escala considerable. Los traficantes han usado tácticas de alta presión para llenar barcos desvencijados de refugiados desesperados, especialmente pertenecientes a la etnia rohingya que huyen de la pobreza y la persecución.

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En ocasiones trabajaban con migrantes que habían hecho la travesía hacia Malasia y luego tomaban como blanco a sus propios familiares y amigos, al estilo de una estafa piramidal, embolsándose grandes comisiones conforme nuevos cuerpos caían en la red. Las historias de secuestros se volvieron comunes. La operación creció, envuelta en el silencio.

Observarla se convirtió en una carga para el tendero, Hossain, quien hablaba con los migrantes por unos minutos mientras compraban paquetes de galletas en su camino a las casas donde se ocultarían, a la espera de la señal para ir a los barcos. Su tienda de artículos diversos era su última escala antes de la travesía, y eso le pesaba.

"Les decía a algunos de esos jóvenes: 'No vayan'", dijo en una entrevista reciente. "Les decía que muchos barcos se hundían en el camino. Pero no escuchaban. Tenían un sueño. Querían ganar dinero en el extranjero".

La historia de la ruta del contrabando también es la historia de personas atrapadas.

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Los rohingya entre ellas son miembros de un grupo étnico musulmán que años antes huyeron de Myanmar, donde el gobierno los considera intrusos procedentes de Bangladesh. Pero sus vidas fueron poco mejores en Bangladesh, uno de los países más pobres del mundo, donde muchos de sus vecinos los desprecian y también los consideran forasteros.

Según concluyó la policía bangladeshí en una investigación el año pasado, fue una de estas personas sin patria, un pescador rohingya nacido en Myanmar llamado Tazer Muluk, quien en 2000 descubrió una salida, una ruta marítima hacia Malasia que podía cubrirse en menos de una semana. Para 2014, la red se había vuelto enorme, con al menos 600 contrabandistas y mil 600 agentes y barqueros de bajo nivel.

Mohammad Ataul, un rohingya de 26 años de edad que había crecido en uno de los campamentos, ocupaba el sitio inferior entre 15 niveles de agentes, y su tarea era convencer a las personas de realizar el viaje. Su discurso empezaba con una cuenta aritmética sencilla: un día de trabajo en Malasia les daría tres veces más que los 300 takas (unos cuatro dólares) que los jornaleros indocumentados podían ganar en Bangladesh. Se necesitaba muy poca labor de convencimiento, dijo, y la seguridad nunca fue la preocupación primaria.

"No hay garantía en el mar", dijo. "Les decía, si no mueres en el mar, terminarás teniendo un empleo".

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En un año y tres meses, él y su socio reclutaron a unas 400 personas, dividiéndose una comisión que iba de unos 40 a 65 dólares por persona, así que, como lo expresó, "si puedo conseguir más personas, gano bastante buen dinero". Tres días antes de cada viaje, los agentes rutinariamente hacían un pago por cabeza a policías o guardias fronterizos.

"Todos reciben dinero de esto", dijo. "Todos lo saben".

Es difícil decir con exactitud cuándo el negocio se volvió predatorio, pero Abdul Hamid, quien es dueño de una farmacia en la ciudad de Ukhia, unos 60 kilómetros al norte de aquí, recuerda una noche bochornosa del verano pasado cuando un hombre aterrorizado entró apresuradamente y se abrazó a las piernas de Hamid.

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Hamid había notado algunas fluctuaciones en su negocio: estaba vendiendo cantidades inusuales de píldoras para dormir y cinta adhesiva quirúrgica. Ahora, veía al hombre a sus pies, con moretones en la espalda y los hombros, que decía que había escapado de los contrabandistas mientras trataban de subirlo a la fuerza a un barco. Cuando Hamid empezó a hacer preguntas, se sorprendió ante el número de hombres locales que habían desaparecido; secuestrados, supuso Hamid.

"Cuando llegamos a conocer la situación, resultó extremadamente atemorizante", dijo Hamid, quien empezó a organizar reuniones para condenar el contrabando humano. "No era tráfico. Era como vender y comprar personas. Como animales".

Activistas que monitorean el tráfico en el mar de Andamán, al oeste de Tailandia y Myanmar, también notaron un salto en el volumen que empezó a fines de 2013. Si antes uno o dos grandes barcos habían estado haciendo la travesía, ahora había hasta 25 grandes barcos a la vez, dijo Chris Lewa, el director del Proyecto Arakan.

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La Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados calcula que 25 mil migrantes partieron de la Bahía de Bengala en los primeros tres meses de este año, el doble de los que salieron en los periodos correspondientes de 2014 y 2013.

Cada vez más, los migrantes que abordaban los barcos con rumbo a Malasia no eran rohingyas sin patria, sino bangladeshíes comunes, que habían escuchado historias de personas que se habían enriquecido en Malasia. Para principios de este año, los bangladeshíes representaban entre 40 y 60 por ciento del tráfico de migrantes, según la agencia de refugiados de la ONU.

Durante los primeros cinco meses de este año, las autoridades de Bangladesh arrestaron a 340 personas bajo sospecha de contrabando, según Mirza Abdullahel Baqui, quien encabeza la unidad de tráfico del departamento de investigaciones criminales de Bangladesh. Dijo que la mayoría eran agentes o dueños de barcos pesqueros.

No ha habido arrestos de políticos, agentes policiales o miembros de la seguridad fronteriza.

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En Shah Porir Dwip, la policía llegaba en pequeños barcos casi todos los días para llevarse a residentes identificados como agentes del contrabando. Pero los hombres arrestados eran pobres, auxiliares de pescadores y jornaleros, e incluso el jefe de la policía local se reía entre dientes por el bajo número de arrestos.

Hubo un arresto del que nadie se rió.

A mediados de mayo, la policía detuvo a Dholu Hossain, un pescador bangladeshí de mejillas caías descrito por los vecinos y las autoridades como uno de los padrinos del contrabando en Shah Porir Dwip. La policía se lo llevó una mañana, dijo su esposa, Amina Begum. Horas después, dijeron que Hossain había sacado un arma y había muerto en el tiroteo.

Fue uno de los cinco tiroteos que tendrían lugar bajo circunstancias similarmente misteriosas. Baqui dijo que las muertes ocurrieron mientras agentes estaban tratando de llevar a cabo arrestos.

El tendero, Mohammad Hossain, describió la muerte de Dholu Hossain como un asesinato dirigido.

"Estamos muy contentos", dijo. "Si el gobierno mata a 400 agentes, 160 millones de personas en Bangladesh van a estar contentas".

Y quienes sueñan con escapar esperan que cuando se aquieten las aguas del monzón en unos meses, la presión de la policía se relaje y las redes revivan.

Tahera Begum, una mujer rohingya de 18 años de edad, estaba en un almacén, a la espera de la señal para abordar un barco con rumbo a Malasia, cuando estalló el escándalo en mayo.

Ahora espera en el campamento, con la esperanza de tener otra oportunidad.

"Lo intentaré de nuevo", dijo. "Tengo miedo, pero seguiré intentándolo. Quiero salir".

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